Panamá cuenta con cinco universidades estatales: la Universidad de Panamá, la Universidad Tecnológica de Panamá, la Universidad Nacional Autónoma de Chiriquí, la Universidad Especializada de las Américas y la Universidad Marítima Internacional de Panamá. Además, el país cuenta con otras tres instituciones destacadas por su formación especializada: el Instituto Técnico Superior de Educación, antigua Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena, el Instituto Nacional de Agricultura y el Instituto Nacional de Formación Profesional y Capacitación para el Desarrollo Humano (Inadeh).
Con este conjunto de entidades el Estado panameño pretende enfrentar las necesidades académicas y de formación técnica del siglo XXI. Los desafíos enfrentados por estas instituciones son abrumadores. Cada una tiene su propia particularidad, pero comparten en común que son víctimas de la politiquería criolla, la burocratización de la educación y la peor clase de gremialismo docente que las ha secuestrado para mal.
En el caso de las universidades públicas, el primer gran tumor que sufren es el sistema de elección de rectores y decanos, que las ha convertido en una orgía perpetua de campañas políticas, creando coaliciones académicas y fragmentando la colaboración y concordia entre facultades y visiones intelectuales de la realidad.
El absurdo de este sistema llega al punto de la inflación de cargos creados para docentes en las distintas universidades, de forma que se puedan negociar los espacios políticos. No hay criterios de excelencia ni de competencia académica, sino la perfidia del “dame tu voto” y recibirás un favor.
Confieso que no conozco una universidad seria en el mundo, que tenga un sistema parecido de voto ponderado, para escoger a las autoridades universitarias. Hay universidades estatales que tienen una junta de gobernadores que escogen al rector y la junta de facultad de cada unidad académica selecciona a su decano. Hay límites de mandatos, de forma que no se pervierte la calidad académica del claustro universitario. Las universidades se manejan con tiempos y niveles de funcionamiento distintos a los del resto de la sociedad, pero a pesar de esto tienen que rendir cuenta a los ciudadanos que con sus impuestos las sostienen.
El otro gran desafío que enfrentan nuestras universidades e instituciones de formación técnica, recae en la poca importancia que los políticos le dan a la educación superior. No vayamos muy lejos, en Costa Rica, por ejemplo, su principal universidad la Universidad de Costa Rica, tiene un presupuesto de casi 500 millones de dólares anuales. El equivalente tico del Inadeh tiene arriba de los $150 millones de presupuesto. La Universidad de Panamá en contraste, tiene unos $230 millones de presupuesto, el del Inadeh pasa a duras penas los 30 millones.
El tercer desafío que enfrentan nuestras torres de marfil es que la economía panameña no está dedicada a la innovación y producción de ideas propias; es una economía de la imitación, la franquicia y la importación. Nos metieron en la cabeza, exitosamente, que somos un país pequeño y que no podemos producir nada competitivamente. Uruguay, Irlanda, Singapur, Costa Rica y tantos otros países con nuestro rango de población, han demostrado una capacidad de innovación y de desarrollo empresarial impresionantes. No hay nada que impida que los panameños nos unamos a esa lista.
El desarrollo de un país no se debe medir por el tamaño de sus rascacielos o los millones de dólares en las cuentas de sus bancos. El único desarrollo que importa es el de las personas que habitan este territorio. Si no rescatamos nuestras universidades e institutos de alta formación, estamos condenando al país a permanecer como una sociedad mediocre atada al subdesarrollo.
En la lápida del político costarricense Manuel Jiménez, está escrita una frase sumamente inspiradora que usaba a menudo: “El mejor país es el que tiene más escuelas”. Panamá sigue estando lejos de esa meta.