El documental es el más antiguo de los géneros cinematográficos, un arte que de por sí es joven, al tener un poco más de 120 años, cantidad pequeña si se le compara con la pintura o la escritura.
El cine, en especial durante su etapa más primaria, entre 1895 y 1900, estaba compuesto fundamentalmente por historias reales: tomas largas de parques, estaciones de trenes, familias... en las que la cámara retrataba el movimiento de lo cotidiano.
Luego vino el éxito de la ficción, triunfo que desde entonces ha opacado y arrinconado al documental de las salas comerciales y lo ha confinado a las salas de artes, de museos y demás centros culturales.
Los noticieros de televisión son hijos del documental, pero a diferencia de los primeros, el segundo no tiene por qué apelar a la objetividad, ya que esta es una decisión personal del director del documental, pero no forma parte de su canon ético como sí ocurre en la comunicación social.
El documental con el tiempo se volvió el portaestandarte de los vencidos, de la versión no oficial de los hechos. Por ende, el director decide si le da presencia, mucha o poca, al agresor o responsable de la situación de lo que está recabando información y le da forma con los recursos propios del séptimo arte.
Es interesante que Invasión, que representa a Panamá en aspirar a ser nominada a un premio Óscar, sea un documental y que esté en más de una docena de salas del país, algo que en verdad no es frecuente ni en este istmo ni en las ciudades que se vanaglorian de ser más civilizadas.
EN BUSCA DE LA VERDAD
Con Invasión, Abner Benaim trae a la palestra un suceso que los sucesivos presidentes postdictadura militar no han querido encarar como se debe: la invasión estadounidense a Panamá en diciembre de 1989.
¿Cobardía, indiferencia, desprecio? Cualquiera que sea la razón causa vergüenza que nuestros gobernantes sean tan pusilánimes.
Es sorprendente, para no usar otros calificativos más hirientes, que Invasión sea el primer largometraje nacional sobre ese hecho que llega a las salas de cine.
Es una gran responsabilidad acercarse a lo real o a la verdad, ya sea desde la ficción o el documental, pues cuesta distanciarse del material a estudiar. Benaim intenta no intervenir demasiado a la hora de recabar y presentar sus testimonios.
Seguro hay un nivel de sesgo porque solo usó 46 testimonios de los cientos que recolectó. ¿Por qué no utilizó el resto? Entre otras, porque ya no sería un documental, sino una serie de capítulos que no tendrían cabida en una película, por lo que debería destinarse a la pantalla chica.
Luego deben haber razones, como que hay gente que se expresa mejor que otra o que aporta más que el resto. Si se llega a concretar la intención de Benaim de algún día, cuando cuente con el financiamiento necesario, ubicar en una biblioteca virtual el resto de las entrevistas, entonces se podrá buscar hipótesis de por qué se quedó con estos 46 consultados y no incluyó otros más.
CUARTA PARED
En Invasión, Benaim se tomó el riesgo de siempre recordarnos que estaba haciendo un documental, al mejor estilo de los montajes de Bertolt Brecht, cuando Abner sale en cámara con el resto de su equipo diseñando la puesta en escena, o cuando aparece gente preguntando qué está haciendo y él responde y da la oportunidad de que ese hombre o mujer que no formaba parte del rodaje del día intervenga.
Hablando del teórico, director y dramaturgo alemán, Brecht tiene una reflexión que cae de maravilla en esta crítica cinematográfica sobre Invasión: “cada época busca su realismo”.
La reflexión viene a cuento, porque hay una notable diferencia en la manera como plantea el tema histórico Benaim si lo comparamos con lo hecho, también desde el documental, de uno de los colectivos clave de la reciente historia del audiovisual nacional, el Grupo Experimental de Cine (Gecu).
Cada uno estudió el ayer istmeño desde las técnicas, los estilos y las influencias de sus respectivos momentos.
Los amigos del Gecu rodaron en la década de 1970 y 1980 más en la línea de las tendencias del cine popular, de las propuestas de directores como Fernando Solanas, Octavio Getino, Jorge Sanjinés, Patricio Guzmán y Glauber Rocha, entre otros tantos.
Invasión me recuerda al José Luis Gueriín de En construcción (2001, España). En ambas películas hay poesía, intimidad y riesgo a la hora de recrear la realidad.
Esto último aparece cuando Benaim deja que la narración oral de sus testigos tome protagonismo, y cuando sus recuerdos y confesiones reemplazan a las imágenes de archivo. También se da cuando el director panameño arma la escena ante los ojos de un espectador demasiado acostumbrado a la comodidad y seguridad que da la cuarta pared, pared que derribó William Shakespeare en Ricardo III y que Brecht terminó de hacer añicos el siglo pasado.
Es decir, Invasión, como planteamiento intelectual, une las tradiciones antiguas con las actuales, por lo que pertenece a ese movimiento postmoderno, que de tanto usarse entre cierto sector de las artes terminará dejando de ser tan vanguardista como se pregona, aunque esa es harina de otro costal.
Invasión, como recreación de lo histórico, no pretende obtener la credibilidad absoluta, sino que desea provocar, molestar y emocionar a la platea. Por lo que vale que en momentos nos lleve del llanto a la risa, de la indignación a la calidez, de una estética delicada al realismo más grosero.
Todo esto para apelar a la memoria colectiva, a contarla, después deconstruirla y a fragmentarla para luego volver a armarla, en un proceso que se ha llamado cine de intervención.
Cada espectador, desde su ideología particular y desde el sitio que ocupó durante los hechos violentos de 1989, podrá tomar partido a favor o en contra de Invasión. Está en todo su derecho, y esa es una de las razones por las cuales el arte cuestiona y cautiva (evitando la siempre arriesgada propaganda), y este documental es la prueba de buscar que la audiencia se pregunte sobre su comprensión de lo real (vuelve a aparecer el amigo Brecht) y cómo el país en su conjunto ha manejado desde el silencio o el poco importa una situación dolorosa como la invasión militar a Panamá.
Al final, hay una sensación de lo inacabado en Invasión, porque quedan puntos sueltos que no se pueden amarrar en 90 minutos, los que ameritan sus propias películas para ser estudiados. Esa es la responsabilidad de los cineastas nacionales a futuro, llenar los vacíos históricos que el poder, en todos sus sentidos y alcances, espera que no sean removidos.
¿Qué les pareció Invasión?