La partidocracia tiene sus orígenes en la dictadura militar. El 10 de febrero de 1978, la tiranía torrijista dictó la ley orgánica del Tribunal Electoral y otras normas que crearon el sistema de partidos hoy imperante.
La dictadura concibió ese sistema de partidos, eventualmente dominado por el PRD, como un apéndice del cuartel central, cuyas funciones eran dar un barniz electorero al régimen militar y canalizar el clientelismo hacia los distintos sectores sociales para generar apoyo al dictador.
En contraprestación, los dirigentes de los partidos recibían prebendas y permiso para participar en actos de corrupción. Ese esquema de falsa representación popular operó en favor de una dictadura que se valió de la existencia de partidos oficialistas y, supuestamente, de oposición, para hacer creer que, bajo la tiranía de Torrijos, Paredes y Noriega, Panamá avanzaba hacia la democracia.
En 1989, la invasión estadounidense, provocada por Noriega y sus secuaces torrijistas, desmanteló la dictadura castrense. Desapareció el cuartel central y se entronizó la partidocracia.
A partir de entonces, la partidocracia monopoliza la actividad política en nuestro país, con el respaldo de los grupos económicos. Acerca de dicho respaldo véanse, con provecho, las listas de donantes a las campañas electoreras. Recientemente tuve acceso a una de ellas y su análisis ha sido sumamente ilustrativo.
En el control del país, la partidocracia ya dio lo que puede dar. Proveyó una plataforma para transitar de los escombros de la dictadura a un régimen de mayor pluralismo, en el que pueden ejercerse, con limitaciones, las libertades más básicas y se le permite a la oposición acceder al gobierno cada cinco años.
Para más de eso no da. Por eso, los graves problemas que nos aquejan—el alto costo de la vida, la falta de acceso a servicios básicos, la inseguridad, la degradación ambiental, el descalabro moral—siguen empeorando.
La partidocracia, con sus esquemas legales e informales heredados de la dictadura (clientelismo y corrupción), no tiene capacidad para solucionarlos. La partidocracia es un sistema que recluta al peor elemento de la sociedad—los más mediocres, incapaces, corruptos e inmorales—y excluye del ejercicio del poder al componente idóneo, lo mismo que a los ciudadanos que honradamente quieren trabajar por proveer respuestas a la problemática nacional y local.
Para comenzar a dar soluciones efectivas—no paliativas, como un subsidio aquí, una beca allá, una chamba acullá—necesitamos reemplazar el régimen político de la partidocracia, proveniente de la tiranía torrijista, por un sistema político verdaderamente republicano y democrático, como lo planteó en el siglo XIX nuestro más grande estadista, Justo Arosemena, el bicentenario de cuyo natalicio conmemoramos este año (1817-2017).
En las circunstancias que atravesamos, de total descrédito de la partidocracia, el recurso al poder constituyente originario y soberano es la única fórmula pacífica y democrática para lograr el cambio necesario. Los liderazgos mesiánicos que seducen a algunos solo traerán, como en Venezuela, mayor deterioro democrático. Los golpes de Estado militares, que atraen a otros, producirán, como en Panamá entre 1968 y 1989, mayor sufrimiento y corrupción.
La partidocracia jamás promoverá una constituyente originaria. Sus cabecillas y patrocinadores sienten terror ante los productos del ejercicio constituyente: una amplia deliberación democrática sobre los problemas nacionales y la manera de resolverlos; el reemplazo de todos los funcionarios ineptos y corruptos por individuos probos y competentes; y la promulgación de una carta política de amplio respaldo popular, que establezca los preceptos fundamentales para la búsqueda de respuestas sensatas a los desafíos que enfrentamos.
Por eso, la única propuesta política conveniente en 2019 tendrá que provenir de afuera de la partidocracia, como atinadamente lo sugiere I. Roberto Eisenmann, Jr. (La Prensa, 23 de junio). La propuesta por apoyar deberá ser una candidatura independiente con la única y exclusiva promesa de convocar, desde la Presidencia de la República, la asamblea nacional constituyente para proveernos los fundamentos de una institucionalidad verdaderamente democrática.
Concluido el proceso constituyente, se celebrarán elecciones populares bajo el nuevo sistema político instaurado mediante el ejercicio de la soberanía popular. El presidente independiente abandonará el poder tan pronto se elija a su sucesor, idealmente no más de un año después del inicio de sus funciones.
He allí la fórmula para encaminar al país hacia la solución sostenible de los problemas nacionales.