Corrupción sistémica, endémica y estructural

Corrupción sistémica, endémica y estructural


En medio de la corrupción endémica, sistémica y estructural transcurre la vida de muchos Estados latinoamericanos. Esta arrastra a los países y a sus ciudadanos a vivir en un ambiente criminalizado, porque el Estado opera como una inmensa maquinaria perfectamente aceitada para estimular los actos de corrupción. Así, de una u otra manera y tarde o temprano, los ciudadanos serán cómplices o estarán proclives a corromperse. El Estado marca la pauta y la sociedad se acondiciona rápidamente.

La corrupción del sistema condena a los países al subdesarrollo crónico porque traba los mecanismos activadores del desarrollo humano sostenible y de una equitativa y coherente distribución de la riqueza, en un marco de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. La pobreza, el sistema de educación público colapsado, el régimen de salud fallido y, en general, un Estado ineficiente y mediocre (con empleos de baja calidad y peor remuneración, acorde a las escasas destrezas y habilidades de los funcionarios) están garantizados cuando los países se presentan carcomidos por la corrupción sistémica. Completan el panorama: el cinismo y la mentira institucionalizados, un sistema de justicia viciado, la fragilidad institucional, un periodismo sumiso y complaciente y un andamiaje de compadrazgo y amiguismo que condena a la meritocracia a ser una caricatura de sí misma.

Dentro de este escenario, quienes denuncian los actos de corrupción y exigen justicia se convierten ipso facto, en enemigos del Estado, oportunistas políticos y antipatriotas deleznables que terminan siendo defenestrados y descalificados socialmente. De manera que, para evitar males mayores y convertirse en parias sociales, optan por el silencio. La complicidad en todas sus formas es parte de la dinámica social y, en este ambiente de mentiras y engaños, lo malo se convierte en bueno, lo deshonesto es aceptado, lo sucio se tolera y lo bueno ya no existe.

Es un mundo relativizado, tolerante y ambiguo, el universo de la posverdad. A finales de 1930, pocos meses antes del golpe de Estado, que tuvo lugar el 2 de enero de 1931, Acción Comunal se refería al gobierno de turno como una “feria de corrupción y de engaños administrativos”.

En este contexto, perfectamente trazado para delinquir impunemente, se levantan las nuevas generaciones de ciudadanos–clientes, con conocimientos cada vez más limitados y destrezas adormecidas por un sistema educativo concebido para atontar, envilecer y empobrecer, muy lejos del ideal que aspira a desarrollar el pensamiento crítico y analítico, acompañado por una inteligencia creativa y el saber hacer. El resultado no son ciudadanos responsables de sus vidas, de sus actos, de sus deberes y de sus derechos, sino clientes cuyo voto vale la promesa de un cargo público insignificante o, en el peor de los casos, una bolsa de comida o un jamón.

La corrupción perenniza la pobreza, la mala distribución de la riqueza, la ignorancia, la morbilidad, el crimen, la inseguridad, la inequidad, la mediocridad, la mentira y la falta de valores, ahuyenta la inversión y destierra el sueño del desarrollo humano sostenible de un proyecto de país que provea iguales oportunidades de desarrollo para todos sus ciudadanos (educación, salud, acceso a servicios básicos, vivienda digna), mientras legitima las diferencias, porque quien recibe una pésima educación tendrá un pésimo trabajo, y quien accede a una educación de calidad será un emprendedor y ocupará los puestos gerenciales.

En estos Estados, la pobreza se convierte en un círculo vicioso difícil de romper, como señalan los Nobel de Economía Gunnar Myrdal y Friedrich Von Hayek, porque los grupos vulnerables gastan sus escasos recursos en bienes de consumo para poder subsistir, sin acceso a la inversión. Como si fuera poco, son los mayores procreadores de ciudadanos–clientes empobrecidos que llegan al mundo descalificados, privados de oportunidades desde la cuna y quienes, a su vez, reproducirán los mismos patrones de comportamiento que sus padres, perpetuando así el ciclo de la pobreza que, también, repetirán sus hijos y sus nietos, casi sin excepciones.

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