Trump no está loco y tampoco Hitler lo estaba. La pretensión de algunos liberales de analizar el proyecto del nuevo presidente estadounidense como una pretendida desviación psicológica del personaje es una falacia tan grande, como la versión histórica que ha pretendido que los actos del dictador alemán fueron producto de su supuesta demencia. Ese enfoque desvía el análisis de realidad, ambos son producto de la crisis de la sociedad capitalista y sus proyectos políticos consisten en sacar al sistema de la crisis, derribando los derechos civiles y sociales de importantes segmentos de la sociedad.
Hitler nació, políticamente, de la crisis del sistema capitalista que condujo a la Primera Guerra Mundial, y el consecuente estancamiento económico de las décadas de 1920 y 1930. Obtuvo el apoyo de importantes sectores de la sociedad, descontentos, especialmente de las capas medias empobrecidas y de trabajadores desempleados, quienes lo llevaron al poder con su voto. Cohesionó a la sociedad con el discurso nacionalista de la “gran Alemania”, atacando los derechos laborales de la clase obrera y culpando de la crisis a comunistas, judíos, gitanos y eslavos.
Trump es producto de la profunda crisis económica, social y política del capitalismo del siglo XXI y, al igual que Hitler, le han dado su apoyo electoral importantes sectores de capas medias y desempleados que sueñan con “hacer grande a América, de nuevo”. Su ideología consiste en culpar de la crisis a inmigrantes latinoamericanos, a México en particular, a los musulmanes y a China.
Sus primeros actos de gobierno demuestran que va en serio: inició la clausura del Obamacare, que da seguro médico a los más pobres; tuvo palabras hostiles hacia México, ordenando la construcción del muro y anunciando que ese país lo pagará; cerró la entrada a musulmanes de siete países; anuló el tratado de comercio transpacífico; alentó a Netanyahu a continuar la ocupación de Cisjordania, anunciando el traslado de su embajada a Jerusalén; y ordenó un bombardeo en Yemen, con más de 50 muertos, niños incluidos.
Otra falacia de los liberales es atribuir a Trump el adjetivo de “populista”, concepto que han deformado para hacerlo sinónimo de “demagogo”, que aplica a cualquiera que critique al libre mercado capitalista. Trump no es populista por su origen de clase, un empresario de la construcción, además, su gobierno está constituido por representantes de la élite capitalista de Estados Unidos y militares de extrema derecha.
Pese a las críticas que lanzó en campaña contra Hillary Clinton, por ser agente de Wall Street, la bolsa de Nueva York está feliz con su gobierno y sus primeras medidas: todo el apoyo a la industria automovilística y petrolera amenazando con derribar las regulaciones ambientales y otras.
La periodista Sara Flounders ha catalogado a su Gabinete como “el más rico de la historia”: secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, de Goldman Sachs; de Comercio, Wilbur Ross, de Rothschild Inc.; de Educación, la multimillonaria Betty De Vos; de Trabajo, Andrew Puzder, de la empresas de comida rápida; fiscal general, Jeff Sessions; y la tapa del coco; Rex Tillerson como secretario de Estado, CEO de Exxon Mobil.
Igual que Hitler, Trump fracasará en resolver las causas de la crisis estadounidense, pues sus medidas no atacan a la lógica explotadora del sistema, sino que busca falsos chivos expiatorios. Trump, como Hitler, aumentará el sufrimiento de millones de seres humanos, pero no habrá muro que contenga las luchas e insurrecciones populares que sus medidas provoquen.
Al igual que el fascista alemán, Trump será derrotado por las movilizaciones de los sectores sociales que ataca y que ya han empezado a ganar la calle para defender sus derechos: mujeres, negros, latinos, indígenas, musulmanes, trabajadores, ambientalistas, etc.