Cuba, en las mismas



Mucho cuento en la isla de los horrores por el restablecimiento de relaciones con la potencia del norte, pero en la práctica nada cambia. Se cumplen 35 años de la flotilla que, partiendo del puerto de Mariel, llevó a Estados Unidos a 125 mil cubanos.

De las muchas malas memorias que conservo del episodio, la más persistente es de un cartelón colgado en la ventana de un tercer piso donde vivía alguien que había querido largarse tras la revolución que se organizó en la Embajada del Perú en La Habana. Rezaba así: “¡Y quería ser periodista!”. El compañero mentiroso en jefe recién había dicho que la revolución era una empresa voluntaria y que quien no estuviera de acuerdo con ella se encontraba en libertad de abandonar el territorio nacional. Un cambio oficial dramático tras más de 15 años de cortina de caña de hierro –tendida por él mismo– y que, sin embargo, no era cierto. O al menos no era enteramente cierto. Porque si bien decenas de miles de infelices pudieron cambiar el infierno cubano por lo más parecido al paraíso en aquellos años, “Yanquilandia”, a muchas decenas de miles más los forzaron a embarcar hacia donde no querían venir, sacándolos a empujones de cárceles, hospitales y manicomios.

A contrario sensu, otras muchas decenas de miles quisimos emigrar y las autoridades lo impidieron, dejándonos en situación precaria. Como colofón, Castro aprovechó para colar en la lanzadera a decenas de agentones. Y en adición, algunos desafectos resultaron muertos a patadas por la ira popular al supuestamente desafiar la revolución y unas pocas embarcaciones zozobraron; pero dado lo aparatoso de la operación, ¿cómo reparar en semejantes minucias?

Yo fui de los que se vieron en candela, sin poder irme pero expulsado de manera fulminante de mi empleo y sufriendo periódicos actos de repudio. La realidad es que quien sufrió las afrentas fue la fachada de mi vivienda, a la que pusieron que daba grima a pedradas, fango, huevazos y carteles infamantes, porque como todavía entonces quedaban personas decentes, siempre algún excompañero de trabajo me daba un telefonazo: “Oye, que van para allá a sonarte un mitin conjunto del ICR y los comités”. No demoraba en abandonar la casa, ir a la esquina y esperar un ómnibus de la ruta 79 para darme un paseo hasta Santos Suárez. Al día siguiente regresaba y me contaban los vecinos cuántos habían venido a repudiarme, si habían traído micrófonos y altavoces, los discursos que habían echado y las lindezas que me habían dedicado.

Nunca supe si la persona que quería ser periodista pudo abandonar la isla y lograr su sueño o si permaneció allí a merced de ese gobierno repugnante y abusador. Pero es triste que 35 años después sean todavía moneda diaria las palizas y apremios físicos y psicológicos de toda índole contra las damas de blanco, los periodistas independientes, cualquiera que alce la voz contra las iniquidades cotidianas.

Parece una maldición gitana que le hayan echado a la Perla de las Antillas. Lo mismo que el destierro para los hijos que más la aman. ¿Cuánto hace de aquel lamento desgarrado de José María Heredia: “¡Dulce Cuba! en tu seno se miran, / en su grado más alto y profundo, / la belleza del físico mundo, / los horrores del mundo moral”.

Pues eso. Va para dos siglos y seguimos en las mismas.

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