Cada vez parece más probable que el gobierno autoritario del presidente Nicolás Maduro termine antes de lo que él quisiera. Pero es difícil prever cómo terminará. Es de esperar que haya una transición pacífica hacia un sistema democrático. Pero también podría correr mucha sangre.
El lunes, en Cancún, los cancilleres del hemisferio se reunirán para definir una respuesta común a las prácticas represivas del Gobierno venezolano. Dada la intransigencia de Maduro, deberían centrar su atención en los responsables de la represión. Que haya una transición pacífica podría depender de hasta dónde están dispuestos a llegar los funcionarios del régimen para mantener a Maduro en el poder.
El mes pasado, varios medios de comunicación difundieron una grabación secreta, en la cual un grupo de generales venezolanos discutía sobre el uso eventual de francotiradores contra manifestantes. Un general dice que estaría dispuesto a cumplir con las órdenes que reciba. Pero luego expresa su temor que en el futuro el Ministerio Público no los vaya a “amparar”. “Mañana puede caer cualquiera de nosotros presos”.
Hasta hace poco, estos oficiales no tenían motivos para preocuparse. La última vez que el gobierno de Maduro reprimió fuertemente manifestaciones opositoras, en 2014, la fiscal general, Luisa Ortega, no impulsó mayores investigaciones sobre los abusos generalizados cometidos por las fuerzas de seguridad. Por el contrario, los fiscales bajo su autoridad fueron cómplices de la represión, e incluso manipularon causas penales contra víctimas.
Sin embargo, la misma fiscal general ahora ha empezado a pronunciarse en defensa de los derechos de los manifestantes. En el último mes, repudió detenciones arbitrarias llevadas a cabo por las fuerzas de seguridad, pidió que la justicia libere a decenas de detenidos, anunció que imputaría a funcionarios de seguridad responsables de abusos e incluso cuestionó la reforma constitucional que impulsa Maduro.
¿A qué se debe este repentino interés de la fiscal Ortega por el Estado de derecho? Muchas cosas han cambiado. Primero y principal, el rechazo de los venezolanos al gobierno actual es cada vez más abrumador.
Además, los Gobiernos de la región finalmente han comenzado a alzar la voz contra Maduro. Tras la represión de 2014, el presidente Obama aplicó sanciones a ciertos funcionarios venezolanos implicados en violaciones de derechos humanos. En marzo pasado, 14 Gobiernos firmaron una declaración conjunta instando a la administración de Maduro a adoptar tres medidas para restaurar el orden democrático: liberar a los presos políticos, celebrar elecciones y restablecer la separación de poderes.
Este nuevo contexto regional aparentemente ha afectado el cálculo costo-beneficio de ciertos funcionarios que podrían terminar siendo cómplices de violaciones de derechos humanos. No sorprende, entonces, que la fiscal general haya empezado a distanciarse de la represión, ni que los generales teman terminar en la cárcel.
En Cancún, los Gobiernos que firmaron la reciente declaración conjunta intentarán persuadir al resto de que apoye sus tres demandas. Para evitar un baño de sangre, deberían añadir una nueva: que los funcionarios militares o civiles responsables de graves abusos tarde o temprano serán llevados a la justicia. Un mensaje contundente de la comunidad internacional advirtiendo que los responsables de abusos deberán rendir cuentas podría intensificar la preocupación de los generales que podrían ser castigados eventualmente si se involucran en hechos atroces.
En pasadas crisis políticas en América Latina, era usual que algunos abogaran por amnistías sosteniendo que las demandas por justicia dificultan la transición democrática. Dado que Maduro parece estar resuelto a aferrarse al poder a cualquier costo, la máxima prioridad para la comunidad internacional debería ser impedir que Maduro intensifique la represión. Cualquier gobierno que necesite recurrir a francotiradores para contener el descontento popular acabará el día que sus oficiales desobedezcan la orden de disparar.