Si hay un rasgo que caracteriza la vida en Panamá, es el maltrato. El abuso, la grosería, la malacrianza y ramplonería son formas típicas de interacción en un país que se autodenomina “de servicios”.
Paradójicamente, es en este “país de servicios” donde se encuentra la atención más desconsiderada, irrespetuosa y descortés. Esto ocurre en todos los ámbitos de nuestra descompuesta sociedad, incluyendo a la empresa privada pero, sobre todo, en el sector público.
En la circulación vehicular la descortesía alcanza niveles propios de la barbarie. Entre quienes más se destacan por su salvajismo están los conductores de camiones, autobuses y taxis. Los primeros y los segundos se imponen en las vías a partir del gran tamaño de los vehículos que conducen, causando estragos y contribuyendo marcadamente al caos que padecemos. Nadie los mete en cintura.
Los taxistas chillan y amenazan porque con su entrada al mercado, Uber ha roto el monopolio nefasto que hasta hace poco ejercían sobre el transporte selectivo, amparados por el engranaje legal de la dictadura. No pasa por su mente modificar su conducta hacia un trato más decente, correcto y civilizado. Quieren que las mal llamadas “autoridades” saquen de circulación a la competencia para poder seguir abusando de los pasajeros con su vulgaridad, desaseo y trato muchas veces delincuencial.
En los establecimientos comerciales, donde se esperaría una atención menos agresiva, la mala educación, el desdén y, en ocasiones, la impertinencia de los dependientes alcanza niveles asombrosos. Años después, no olvido la escena en un conocidísimo almacén de artículos electrónicos. Cuando le reclamé a un vendedor su información incompleta sobre el funcionamiento de un producto que pretendía venderme, replicó, con la mayor altanería, que él no tenía por qué explicar algo que yo debería saber.
El déficit de cortesía está tan extendido que abarca, como lo más normal, hasta los sectores que se dicen puntales de nuestra economía. En los bancos de nuestro centro teóricamente “internacional”, el trato es displicente cuando no abusivo.
Largas filas en las cajas, largas esperas para hablar con un ser humano de carne y hueso que proporcione información fidedigna, porque la tendencia “moderna” es poner a los clientes a llamar a un call center en Medellín o Bucaramanga donde, tras soportar música tediosa por una eternidad, finalmente responde un sujeto que da mil razones para no resolver la inquietud que se le presenta. Eso sí, al final pregunta en qué más nos puede “colaborar” y termina refiriéndonos a una encuesta que toma 20 minutos responder.
Si en el sector privado hay maltrato, en el sector público el abuso es proverbial. Antes de ir a una oficina pública, cualquiera que sea –desde una corregiduría de barrio hasta la Presidencia de la República– hay que armarse de paciencia y ponerse una coraza contra la ordinariez, la indecencia y la estulticia.
Una de las entidades de peor atención es la Caja de Seguro Social. No es de extrañar, en vista del bajo nivel de su junta directiva y su dirección general. Sería bueno que el defensor del Pueblo se diese una vuelta y documentase los casos de abuso que se dan en todos sus departamentos.
Con el cuento de la “inseguridad”, quienes supuestamente protegen la seguridad de los asociados nos atropellan con el mayor descaro. La Policía y otros organismos atormentan al público con sus arbitrarios e inútiles retenes, que no hacen más que entorpecer el tránsito (debería exigírsele a su jefe el informe de cuántos peligrosos criminales han capturado en dichos “operativos”); con los faros especiales de sus vehículos, que llevan encendidos permanentemente y encandilan a los conductores; con su voraz e incesante coimeadera; y con su abuso de poder, a veces con consecuencias trágicas. Su consigna es hostigar a los ciudadanos respetuosos de la ley y dejar muy tranquila a nuestra creciente población de pandilleros, sicarios y narcotraficantes.
Algún economista acucioso o centro de estudios avanzados debería acometer la tarea de calcular el impacto económico de tanto maltrato. Cuando se cuantifique, nos daremos cuenta de que no es solo un asunto de malas maneras, sino un fenómeno social que amerita urgente tratamiento porque, en un mundo “globalizado”, nos pone en franca desventaja frente a otras sociedades de mayor cultura y educación.