A mediados de la década de 1980, un movimiento estudiantil universitario enarboló en la entrada principal del espacio público denominado por la dictadura militar Parque Recreativo Omar, una pancarta con la siguiente inscripción: Parque Héctor Gallego. Al día siguiente, una imagen del letrero apareció en la portada de La Prensa. A partir de ese momento, la ciudadanía consciente, civilista y comprometida con valores democráticos, republicanos y humanitarios, empezó a llamar al bien público en cuestión Parque Héctor Gallego.
La acción estudiantil tenía sólida argumentación. ¿Cómo es posible que un parque donde juegan los niños panameños –y en el que las familias istmeñas obtienen sano esparcimiento– tenga el nombre de un tirano con las manos manchadas de sangre, líder máximo de un régimen represivo y violador de los derechos humanos?
En vez, lo justo es denominar ese espacio público en recuerdo de la más emblemática de las víctimas del dictador, un sacerdote bueno, que si alguna huella tenía en sus manos era la de la tierra que estrujaba a la par de sus hermanos campesinos y cuya corta vida, cruelmente truncada por la tiranía, constituyó un testimonio de apoyo solidario a los niños panameños y las familias istmeñas de nuestra campiña interiorana. La propuesta, evidentemente, tuvo mucha resonancia.
Tras el derrocamiento del régimen militar, el gobierno del presidente Endara devolvió el nombre de Tocumen al aeropuerto que también había sido designado en honor del déspota. Además, en un acto de justicia, designó al gran parque de la vía Belisario Porras en recordación del malogrado sacerdote, cuya muerte es el más terrible ejemplo de lo que fue capaz de realizar la sanguinaria dictadura de Omar Torrijos.
Después del descalabro electoral de 1994, cuando el abanderado del partido de los cuarteles llegó al poder con tan solo el 33% del voto popular y siendo este uno de los mayores beneficiarios del dictador, una de sus primeras acciones fue quitarle al espacio recreativo el nombre de Héctor Gallego y ponerle el de Omar Torrijos. Algunos pusilánimes, a manera de burla chabacana, empezaron a llamarle Omar Gallego al sitio en referencia, confundiendo en una sola designación a víctima y victimario, como si la tortura y muerte de un sacerdote fuesen un gran chiste.
Mientras, la pésima administración perredista de 1994-1999, harto privatizadora y nada transparente –a cuyos desmanes se opuso, con valentía, el primer defensor del Pueblo, Dr. Ítalo Isaac Antinori Bolaños– dio rienda suelta a la enfermiza inclinación de nombrar en homenaje al dictador cuanta obra pública se realizara. Así, nos encontramos con estadios, carreteras, colegios, estatuas, reservas forestales e, incluso, el hospital de especialidades pediátricas de la Caja de Seguro Social (una de las entidades más abusadas por el régimen militar), con el nombre del déspota.
Los que recientemente han descubierto la corrupción pero, en su infinita ignorancia, desconocen el itinerario de esa lacra social, harían bien en examinar su nefasta trayectoria, que adquirió un impulso sin precedentes durante el apogeo del torrijismo y, en tiempos de la partidocracia, ha prosperado desmesuradamente gracias a la impunidad que desde el período militar ha protegido a los hampones de todos los partidos políticos.
Ahora que se ha rechazado el desacertado proyecto para desbaratar el parque, hay que aprovechar la coyuntura, no solo para ponerle freno al desatino y el despilfarro gubernamental. La ocasión no debe perderse para que el bien público en cuestión vuelva a ser denominado Parque Héctor Gallego y que en sus predios se erija un monumento a monseñor Martín Legarra, obispo de Santiago de Veraguas durante el apostolado del sacrificado sacerdote.
Desde sus días como obispo hasta que concluyó su ministerio como párroco de San Francisco de La Caleta en la ciudad capital, monseñor Legarra no dejó de pedir justicia para el padre Gallego.
La fuerza recientemente adquirida por el movimiento ciudadano, que hoy se expresará en otra protesta contra la corrupción de Odebrecht y la partidocracia, debe servir para recuperar la memoria, castigar en el recuerdo a quienes le hicieron tanto daño material y moral al país, y reconocer a las víctimas de la abominable tiranía de Omar Torrijos, Rubén Paredes y Manuel Noriega, las tres cabezas del monstruo que sembró los antivalores que actualmente padecemos.