Reflexiones sobre el arte



Algunas sociedades reconocen el lugar relevante que el arte ocupa en la vida de los seres humanos, así como su gran potencial liberador. Otras —como la nuestra— están tan sometidas a criterios mercantilistas y de crudo acaparamiento que no se percatan del valor que el arte agrega a la comunidad.

La práctica del arte y su apreciación levanta los corazones, eleva los espíritus, regula los ánimos. Por eso agradezco las influencias que en este sentido he recibido a lo largo de la vida, particularmente de mi madre, quien inculcó a sus hijos y a todos los que se le acercaron una estimación genuina por la expresión artística.

Aunque sobresalió en la práctica de la danza clásica, a través de la cual dio alegría y motivación a miles de personas, valoraba con entusiasmo otras manifestaciones del ingenio humano. Siempre tenía un libro a la mano y estaba atenta a la calidad literaria de los textos, lo que transmitía una sensibilidad a las buenas letras.

Adquirí aprecio por la pintura a través del estudio de sus volúmenes dedicados a esa actividad, bellamente ilustrados con fotografías de las obras maestras. La afición por las artes pictóricas, evidentemente, está conectada con una sensibilidad a los paisajes y un gusto por la naturaleza.

Para muchas personas, los panoramas de gran vistosidad natural son fuente de inspiración. Es una pena que los panameños nos hayamos dedicado a destruirlos con ahínco. Cuando no quede nada atractivo que mirar, aumentarán exponencialmente las ventas de televisores y aparatos electrónicos, para mayor provecho de las cajas registradoras.

Por su calidad intrínseca y propiedades sensoriales, la música culta es una de las predilecciones de las personas evolucionadas. No en vano Platón, en su célebre República, dedica una extensa sección a la música que debe ser ejecutada y escuchada por los aprendices de gobernante para su mejor desarrollo.

Tampoco en vano, el programa universitario original, diseñado en el medioevo, la incluía entre las siete artes liberales (propias de los hombres libres) en que debía formarse todo aquel que aspirara al primer grado académico.

Mi madre era particularmente aficionada a la tradición del “musical”, más liviana que la del teatro clásico, pero no por ello menos esmerada y muy diseminada en el mundo anglosajón. Por ello presentó a sus hijos el maravilloso mundo, no de Disney, sino de Broadway y el West End.

El canto, una rama de la música, también fue muy de su agrado, tanto en su vertiente culta como en la popular. Apreciaba mucho el canto litúrgico tradicional, un hermoso patrimonio que la Iglesia católica custodió y promovió durante siglos.

En años recientes, como para competir con los cultos de carpa, la Iglesia ha ido descartándolo en favor del “bailoteo jacarandoso, la cantadera escandalosa y el sacudimiento estrepitoso”, como escribí en un cuento publicado en la revista Lotería (marzo-abril de 2015).

Recuerdo muy vívidamente las clases de piano y apreciación musical, dibujo y pintura, solfeo y francés, a las que asistíamos con el fin de tener mejor acceso a un mundo de arte, erudición y belleza. También acudíamos con asiduidad a funciones musicales, dramáticas y de baile en el Teatro Nacional, templo de la cultura panameña hoy clausurado por la inexplicable desidia de un Estado y una sociedad más interesados en una excitante carrera automovilística o una nueva y edificante edición de La Cáscara que en una puesta en escena de Nabucco, Carmen o Turandot.

Gracias a estos estímulos, he tenido la fortuna de experimentar personalmente los efectos salutíferos del arte. El arte libera al individuo de las ataduras de la bajeza y la mediocridad, incitándolo a empinarse por encima de las inclinaciones instintivas de los individuos a la codicia, el egoísmo y la vulgaridad.

Por eso, la apuesta de todo aquel que quiera un auténtico mejoramiento individual y colectivo pasa por el impulso al arte en todas las esferas de la actividad humana. Habría que comenzar por plantear sus beneficios a nuestros más de 200 mil “ninis” (cifra aterradora), a través de programas gubernamentales y de la sociedad civil.

Si no trabajan ni estudian, que al menos exploren y cultiven su fibra artística. Como lo demuestran experiencias en otras latitudes, sus vidas cambiarían a partir de esa práctica liberadora.

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