Hasta los colegiales –en especial los colegiales– saben que Miguel de Cervantes murió el 22 de abril de 1616 y que William Shakespeare lo hizo un día más tarde (aunque la diferencia es algo mayor, porque en Londres y Madrid se usaban calendarios distintos). Semejante coincidencia es curiosa, pero banal. ¿Qué más daría que hubiesen fallecido con una semana, un mes, un año o un lustro de diferencia? Lo que supone una identidad asombrosa es que se trate de las figuras fundacionales y más excelsas de las letras maduras en inglés y castellano, las dos lenguas más extendidas de la literatura occidental. Coinciden, pues, en términos de referencia lo mismo que coinciden en sus respectivos aniversarios. Cuando se está en un año en que esa fecha alcanza una cifra redonda, y no digamos ya si se trata de la centena, los festejos se suceden.
Nadie sabe qué pasará al llegar el milenio porque 2616 es un plazo demasiado lejano para saber si seguirán existiendo los libros, la literatura, el inglés, el castellano, Occidente o la humanidad incluso, pero de mantenerse las circunstancias actuales, cabe imaginar el alcance de los festejos.
Con la mitad casi del milenio transcurrida, en el cuarto centenario, los disparates se suceden en España comenzando por el planteamiento de las celebraciones como si se tratase de una competición deportiva. Se echa en cara a las instituciones políticas españolas el abandono del recuerdo y homenaje de Cervantes, recurriendo al contraste con el fervor del Reino Unido al honrar a Shakespeare. Como no he seguido de cerca los actos que se llevan a cabo en Londres, soy incapaz de terciar en el asunto, pero para mí que no merece la pena hacerlo. En realidad, lo importante no es lo que se pueda hacer a lo largo de este año; lo que cuenta es lo que hacemos de continuo con Cervantes como guía de nuestras palabras. ¿Se le lee lo suficiente, al margen de esa ceremonia entre social y mediática de la retahíla de personajes de la literatura y la política de España que cada 23 de abril se suceden recitando El Quijote?
Si hay un homenaje excelso que se le puede hacer a un escritor, es el de seguir leyendo sus páginas, pero no como acto oficial, sino como placer cotidiano. Todo lo demás entra en un ámbito muy distinto al de la literatura en sí misma, y cuenta poco a la hora de hacer balance de la presencia y la importancia de una novela o un escritor. Por mucho que se le llene la boca a la autoridad de turno a la hora de lanzar elogios, el termómetro que importa es el de todos los años en los que no hay un centenario, todos los meses que no es el de abril y todos los días que no coinciden con San Jorge.
Si planteamos las similitudes y las diferencias entre Shakespeare y Cervantes, en esas condiciones sí que puede que tengamos que lamentarnos, pese a los esfuerzos que se hacen desde la Real Academia Española. La culpa es, sin duda, nuestra y en términos colectivos, cierto, pero solo como suma de los individuales. Porque, vamos a ver, ¿cuándo fue la última vez que abrimos un libro de Cervantes, sin contar el Quijote?