Un ser humano llamado médico: Hipólito Arroyave

Un ser humano llamado médico: Hipólito Arroyave


Mientras astrofísicos como Stephen Hawking se concentran en estudiar el universo y tratan de dilucidar su origen y, por ende, el de nuestra propia existencia, los médicos intentamos descifrar y tratar el cuerpo humano en su perfección y, a la vez, en su imperfección, como la que padece el propio Hawking, cuya enfermedad –sin tratamiento posible hasta la fecha– lo ha dejado casi inmóvil, pero con el cerebro intacto.

El universo tiene unos 13 mil 700 millones de años. El Homo sapiens apareció apenas hace 195 mil años en Etiopía. Aristóteles lo definió después como un “animal racional”. Con la evolución y el milagro de la inteligencia, esta especie terrestre desarrolló–con rapidez– un gran nivel intelectual. Sin embargo, esto no ocurrió de forma benevolente, se dio por aprendizaje de ensayo y error, debido al medio hostil en que habitaba. Al llegar a tener ese don racional pudo estudiar su entorno y después su cuerpo y, por lo tanto, tener éxito en la supervivencia en un planeta lleno de especies que se querían matar entre sí para alimentarse y seguir existiendo.

Este regalo de la evolución fue una bendición, pero al mismo tiempo una maldición. La parte trágica fue que esa capacidad sobre los demás animales lo llevó a tener conciencia de algo terrible: “su propia mortalidad”. De ahí en adelante, el hombre empezó a luchar para curar sus males, enfermedades y heridas; tanto físicas como mentales. Para lidiar con esa fatal realidad, negada ahora por su intelecto, intentó explicar la existencia de Dios, creando las religiones que hay en todo el mundo y, con esto, llegó a tener consuelo al convencerse de que su “alma” sí era inmortal y que perduraría más allá de esta vida física.

El médico es, ante todo, un mortal ser humano. Una persona que estudió hasta dominar la ciencia que tenemos ahora y sabe lo que el hombre, en su limitada inteligencia, ha podido descubrir para curar algunas enfermedades. Lo difícil es saber que vivimos en un mundo plagado de toda clase de enemigos que atentan contra nuestro cuerpo (nuestra materia). Inclusive, desde la concepción misma, el ser humano puede venir con algún error genético grave en su estructura. Al nacer, los microorganismos –que también evolucionaron– amenazan con acabar nuestra existencia. Y, por si fuera poco, hay cientos de enfermedades que aparecen por etapa etaria. En la niñez son unas, en la adultez otras y en la vejez, muchas. Eso sin contar aquellas provocadas por traumatismos en accidentes de toda índole.

La presión arterial, la presión intraocular y los exámenes de laboratorio tienen valores promedios, por lo que no hay una cifra exacta para la normalidad. Hay rangos. Igualmente, aunque una persona haya utilizado algún medicamento durante años, podría desarrollar una reacción alérgica fatal a ese medicamento. Cualquier paciente que vaya a recibir un tratamiento médico quirúrgico, por ejemplo, está bajo riesgo de muerte. Aunque tenga exámenes preoperatorios completos y en orden, siempre existe el caso fortuito de un paro cardiorrespiratorio. Inclusive, extrayendo un diente o una uña encarnada cualquiera podría sufrirlo y morir.

Otro tema es que los médicos no son responsables de verificar los lotes de medicamentos que un hospital adquiere, por ejemplo. Él solo los indica y receta, saber si el producto que recomienda es el químicamente correcto, corresponde a otro profesional. Para eso están los controles de farmacia y drogas, responsables del control de calidad de todos los medicamentos que se utilicen en este país. Cada departamento cumple un rol específico dentro del engranaje de la salud pública.

Claro que ocurren casos de negligencia médica, igual que existen falsos médicos. Pero, en realidad la mayoría de las veces que se acusa a un galeno de mala praxis, esta no ocurrió. Los familiares, dolidos por la muerte de un ser querido, buscan culpar a quien hizo todo lo posible por salvarle la vida al paciente. Pero, como dije antes, la medicina no es infalible. La mayoría de los doctores somos obsesivos, la profesión nos obliga a serlo, nos empuja a buscar la perfección –algo que no existe en ningún ser humano sobre la tierra– para evitar cualquier error en un tratamiento médico, procurando siempre el bienestar del paciente. No es fácil para algún especialista ver cuando un paciente fallece, a pesar de haber hecho todo lo posible por curarlo. Muchas veces ganamos la batalla contra la enfermedad, pero otras tantas también la perdemos. Cuando ganamos somos héroes, cuando perdemos somos villanos para quienes no aceptan la realidad de nuestra inevitable mortalidad.

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