Las sombras de la impunidad



Antes de 1968 ya existía una sociedad con prácticas corruptas: botellas en la Asamblea Nacional, licitaciones con sobreprecios y favoritismo gubernamental, y un Órgano Judicial que no era símbolo de transparencia. Cuando tumbaron al Dr. Arnulfo Arias en 1968, las hordas miliares, encabezadas por Boris Martínez y Omar Torrijos, inicialmente argumentaron que el golpe tenía como propósito erradicar la corrupción.

Metieron en la cárcel por algunos días a chivos expiatorios como Jaén Ocaña y Altamirano Duque. Sin embargo, a los pocos meses los nuevos gobernantes iniciaron una gran orgía de millones, atracando a diestra y siniestra el erario, amparados en el uniforme verde olivo. Frente a este panorama, la corrupción del antiguo régimen parecía una travesura de novatos.

Asesorados por Ardito Barletta, los jefes militares y sus secuaces empezaron a pedir empréstitos por sumas astronómicas, lo que les permitió, a través de cobros de “comisiones” y desfalcos descarados, vivir como el rey Midas. Los negociados de Tránsit, el Programa Colectivo de Viviendas de la Caja de Seguro Social, Cofina y los casinos, así como el enriquecimiento ilícito proveniente de los tráficos de personas, armas, drogas, mercaderías y otros artículos, convirtieron al régimen militar encabezado por Omar, Paredes y Noriega en una gran cueva de Alí Babá.

Tras el desalojo de la dictadura, en 1989, la Dirección de Responsabilidad Patrimonial de la Contraloría General de la República cauteló algunos bienes que posteriormente fueron liberados. El Ministerio Público también cauteló algunos activos de Noriega, probablemente el único a quien se le aplicaron medidas de expropiación. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que estas medidas fuesen revocadas.

El triunfo del PRD, en 1994 y 2004, trajo de vuelta a los beneficiarios de la dictadura, quienes no tardaron en poner en práctica las mismas fechorías iniciadas en tiempos de Omar. El origen de muchas fortunas mal habidas se fue olvidando en las sombras de la impunidad y los grandes beneficiarios de la corrupción castrense pasaron a ser prohombres respetables en tiempos de democracia. Descaradamente, adoptaron el discurso de la probidad, la inocencia y la entrega al bienestar ciudadano.

Con el arribo al poder del panameñismo en 2014, la opinión generalizada era que la corrupción se controlaría y a los corruptos de los gobiernos anteriores les caería todo el peso de la ley. Sin embargo, pareciera que las esperanzas de acabar con la impunidad se pierden en medio de una realidad cada vez más cruda.

No se ha perseguido a ningún delincuente de cuello blanco de la época militar. Antes bien, los rateros de la dictadura se pasean orondos por la geografía del país, disfrutando de sus fortunas mal habidas.

Los expresidentes y políticos del período castrense reciben honores como si fueran hombres correctos. Uno, en particular, que abandonó el cargo arguyendo “dolor de garganta”, ha desarrollado ahora tales habilidades lingüísticas que le merecieron el ingreso en la Academia Panameña de la Lengua.

Lo acompaña en esa antes respetada organización un sujeto que, siendo embajador en un país del sur, vendía autos exonerados a narcomafiosos. Hoy, los medios de comunicación tienen en semejante impostor a su principal comentarista para temas internacionales.

Los violadores de derechos humanos están escondidos o convenientemente se han transformado en “pastores” de cultos religiosos. Al único condenado de la dictadura se le acaba de conceder un depósito domiciliario, para que en el cálido ambiente hogareño pase cómodamente lo que le queda de vida, mientras las osamentas de la gente que mató aún no aparecen porque a Noriega no le da la gana de decir qué hizo con los huesos del padre Gallego, la cabeza de Hugo Spadafora y los restos de sus otras víctimas.

Hoy, la corrupción se ha generalizado a todos los órganos del Estado y la crisis de credibilidad toca las altas esferas del poder ejecutivo. Las supuestas investigaciones por casos de corrupción no son más que el parto de los montes (mucho ruido y ninguna consecuencia).

Como no hay ningún ente estatal que efectivamente persiga a los corruptos, la impunidad se mantiene en su cenit. Semejante situación propicia mayores niveles de corrupción. Eso es, precisamente, lo que nos espera en las próximas décadas si no aplican con urgencia medidas contra la impunidad.

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