La tiendita de la barriada, ese lugar familiar, cómodo y leal. Ese espacio donde compramos cosas de uso continuo o artículos que necesitamos con urgencia y que no ameritan el esfuerzo de ir hasta el supermercado, como queso amarillo, un desodorante, el café, cigarrillos o la clásica soda de dos litros. Ese noble y modesto lugar conoce cuáles son los bienes que necesitamos y deseamos los vecinos y con base en esa información decide sobre cuáles cosas abastecerse y cuáles dejar de pedir. Si el dueño de la tienda nota que la mayoría de los compradores le piden jabones en barra, se asegurará de siempre tener esas barras de la marca específica que le compran en inventario, y le dará menos importancia a las demás marcas. Si nota que la mayor parte de los fumadores le piden el cigarrillo de la caja roja, le dará prioridad a su relación con los distribuidores de esos cigarrillos y le restará importancia a los demás.
Y es que la información sobre lo que la gente compra, necesita y quiere se encuentra dispersa entre todos los individuos de un país y cambia constantemente, como bien decía Friedrich Hayek. Ya que la tienda tiene una relación duradera con sus clientes, quienes viven en un espacio cercano a ella, la tienda tiene un conocimiento constante y actualizado sobre las cosas (cambiantes) que la gente compra, necesita y quiere. El gobierno no tiene ese contacto próximo y actualizado, y es en ese hecho que radica el fracaso de los programas gubernamentales de apoyo, así como sus intentos de planificar la economía e imponer controles de precios; sencillamente la información sobre lo que decide la población se encuentra demasiado dispersa y cambiante. Es imposible predecir cómo cambiarán las preferencias de las personas en un país, hay demasiados aspectos por considerar que además cambian rápidamente. Ningún gobierno, sin importar cuántos expertos contrate, puede predecir eso.
Es por esta razón que los programas de ayuda social de los gobiernos terminan fracasando e, incluso, generando efectos contraproducentes, como burbujas financieras. En Estados Unidos, la Reserva Federal (su banco central) creyó a principios de la década de 2000 que la gente quería casas accesibles, y redujo artificialmente las tasas para los créditos destinados a comprar viviendas. No pudo prever que los bancos se aprovecharían de ello y, basados en esa distorsión artificial, crearían la burbuja inmobiliaria que llevó a la recesión de 2008. Son aún peores los casos de gobiernos socialistas que creen poder planificar la economía, incluyendo la producción de alimentos y el precio de estos.
Eventualmente, la gente quiere otras cosas, cambia la cantidad de población o la capacidad adquisitiva de esta, etcétera, y terminan con escasez y hambruna. Ejemplos nos sobran.
Ningún gobierno, por tan bueno que sea, puede predecir las tendencias de las personas, del mercado. La información se encuentra dispersa entre todos los individuos de un país y la gente cambia de parecer continua y rápidamente, según conocen diferentes cosas y tienen nuevas experiencias. Es matemáticamente imposible predecir cómo reaccionará la población y yace ahí la condena anunciada de cualquier iniciativa estatal que pretenda adivinar cómo se comportará la población, especialmente los voraces programas de los gobiernos socialistas.
El mercado es más eficiente en cuanto a adaptarse a las necesidades de la gente, a la información dispersa. Blockbuster, por ejemplo, cayó en la quiebra por no adaptarse a esas necesidades del mercado; la gente ya no quería alquilar películas físicamente. Eso permitió el auge de alternativas como Youtube o Netflix. Como decía, más saben sobre nosotros las tiendas de nuestras calles que nuestros gobiernos, ellas se adaptan a nosotros, ya que conocen de cerca nuestros hábitos. Es sentido común.