Hemos llegado a niveles intolerables de corrupción. Para los que tenemos memoria, esta vergonzosa situación no se presentó de la noche a la mañana. Es consecuencia directa de un estilo político que tiene en esa práctica tanto su medio de subsistencia como su razón de ser.
Hace 50 años, ya se hablaba de sobreprecios en licitaciones de carreteras y otros proyectos. Pero existía una Asamblea fiscalizadora y diputados aguerridos como Jacobo Salas, Carlos Young Adames y Carlos Iván Zúñiga, entre otros, quienes constituían un freno a la corrupción.
Tras el cuartelazo de 1968, los militares, medio embozalados hasta entonces bajo los gobiernos civiles, se liberaron de toda atadura. Cerraron la Asamblea Nacional y la Universidad de Panamá; abolieron los partidos políticos; declararon en interinidad a todos los magistrados, jueces y fiscales; clausuraron, confiscaron o sometieron a los medios de comunicación; y encarcelaron, exiliaron y asesinaron a cualquiera que se opusiera a su despotismo.
Dueños del poder, pero ignorantes de cómo ejercerlo, reclutaron a politiqueros corruptos del antiguo régimen, quienes gustosos concurrieron a la convocatoria de los golpistas para succionar los recursos del Estado. Sin rubor alguno, estos politiqueros traspasaron al tirano de turno las lealtades que hasta la víspera del golpe habían profesado al liberalismo y sus partidos satélites.
Se les unieron los mal llamados “progresistas”, oportunistas de discurso izquierdista y apetito derechista, cuya presencia en las filas de la dictadura fue utilizada para hacerles creer a los mentecatos que la tiranía castrense era nacionalista y popular.
Bajo las sombras del silencio y el terror, los golpistas multiplicaron las prácticas mafiosas. Las bandas de la narcodictadura, término aplicado a ese régimen nefasto por el jurista Humberto E. Ricord, se repartieron los negociados.
Durante 21 años, las redes de la corrupción se extendieron por todo el país, esparciendo a diestra y siniestra sus prácticas preferidas: la “salpicadera”, la “coimeadera” y la pillería. Para mayores detalles sobre el sistema cleptocrático instaurado en 1968, véase el libro del Dr. Ricord, Noriega y Panamá: orgía y aplastamiento de la narcodictadura.
Cuando llegó la democracia, la sociedad panameña ya estaba podrida. Predominaban en ella los antivalores.
Luego de un brevísimo paréntesis de decencia –durante el cual, sin embargo, faltó voluntad para cortar de raíz esa subcultura de corrupción y narcotráfico, como la denominó el profesor Ricord– en 1994 retornaron los esbirros de la dictadura bajo el paraguas del Vandam a imponer sus privatizaciones, sus corredores y sus faros con sus boyas. Hasta en la catedral laica que alguna vez fue la Universidad de Panamá se entronizó la corrupción, al amparo de una desvirtuada “autonomía”.
En 2003, una comisión anticorrupción nombrada por el Gobierno Nacional efectuó un diagnóstico que nadie tomó en cuenta. Tres años más tarde, el hijo del dictador nos trajo a Odebrecht, empresa funesta que puso a gozar a sus agentes y servidores con coimas suculentas. Sobre esta base y con los aprendizajes aportados por los sirvientes de los cuarteles, el gobierno siguiente robó con el mayor descaro.
Muchos esperábamos que a su llegada a la presidencia, Juan Carlos Varela abriría un paréntesis de saneamiento similar al que tímidamente se abrió con la restauración democrática. El estilo político de la dictadura, sin embargo, absorbió a los novatos y disolvió las esperanzas de depuración.
Hoy, nadie cree en palabras ni promesas de transparencia en los manejos estatales. No vemos un país decente dedicado al trabajo honrado, con valores y respeto a la ley. No vemos un Órgano Judicial ni un Ministerio Público capaces de perseguir la corrupción.
La concesión de un depósito domiciliario al exdictador Noriega, reo de delitos de lesa humanidad (a cuyos perpetradores no puede otorgarse el beneficio de casa por cárcel, según el artículo 108 del Código Penal) nos permite calibrar la magnitud de la podredumbre en que vivimos inmersos. No quepa duda de que el sistema de clientelismo y corrupción traerá aún mayores problemas internacionales al país, incluyendo posibles acciones de fuerza.
La corrupción generalizada continuará minando al Estado panameño hasta que la ciudadanía comprenda el daño que esta lacra produce a todos. Entonces podrá surgir una constituyente originaria que active la voluntad nacional contra la corrupción y restaure los cimientos de la República sobre principios de probidad, transparencia y democracia.