La tierra llora

La tierra llora


Durante una excursión al Parque Nacional de Glaciares en Montana, me encontré cara a cara con una gigantesca montaña de hielo. Puse mis manos encima y quedaron bañadas en agua fría. Un guardaparque que se encontraba en la cercanía me dijo que no había nevado lo suficiente y que el verano había sido demasiado caliente. Me habló de osos que se habían despertado antes de tiempo por el calor y el hambre.



Mi informante me recordó el problema de las abejas que salían antes de tiempo a buscar flores que no se habían abierto, sin esas flores las abejas morían, y sin las abejas, las flores tendrían muchos problemas en reproducirse. Me quedé un rato a solas con el glaciar, los chorros de agua fría caían encima de mi ropa con tanta constancia, que no pude concluir otra cosa que el glaciar estaba llorando, porque estaba muriendo.



Recordé esa anécdota de hace más de una década, cuando supe lo de la jaguar asesinada en Darién por una jauría de perros, cuyo dueño filmaba la muerte con su celular. Según la Fundación Jaguara, desde 1989, al menos 347 jaguares han sido exterminados por los panameños. Estamos condenando a esa especie a que desaparezca de nuestra tierra. El bosque sin jaguares se llenará de roedores, y otros mamíferos pequeños, aves y otros animales cuya sobrepoblación se convertirá en un problema para nosotros. Pensemos en el miedo que provoca el virus hanta contagiado por los roedores silvestres. ¿Cuántas plagas más están controladas por los jaguares?



Las pantallas de televisores, computadoras y celulares muestran de forma viral los videos de los perros siberianos que halan un trineo en el agua, porque la capa de hielo se ha derretido en Groenlandia. Esta misma semana la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) confesó lo que se temía: los 6 meses, entre diciembre de 2018 y mayo de 2019, fueron los más secos en 106 años de registros climáticos que lleva el Canal de Panamá. Aunque parece una coincidencia, Global Forest Watch informa que Panamá ha perdido más de 352 mil hectáreas de bosques desde el año 2000 hasta el 2018, la gran mayoría se perdió de 2012 hasta la fecha.



En unas cuantas semanas la bolsa plástica será historia en los supermercados y otras tiendas minoristas. Sin embargo, ese gran comienzo es apenas un paso en la dirección correcta. La basura nos inunda, sobre todo el plástico: cajas, envases, forros, y en particular botellas. Tenemos una cultura despilfarradora, en la cual los plásticos de uso único abundan, sin embargo, todo el esquema se recarga sobre el consumidor final. Así se producen miles de toneladas de desechos todos los días. Quizás, si la basura fuera propiedad de quien la trajo al mercado, y no de quien tiene que consumirlo, la realidad cambiaría. Esas son las reglas que en otros países obligan a las empresas a recibir de vuelta los desechos plásticos y otros residuos que se han generado en el proceso de venderle un producto a los consumidores. Mientras tanto, el plástico nos condena a que en el año 2050, o tal vez antes, haya más plástico en los océanos que peces. Esto sin tomar en cuenta que muchos de los frutos de mar que consumimos ya tiene plástico en sus estómagos e intestinos, al igual que las tortugas y aves playeras de muchas de las islas y costas del mundo.



Hemos producido tanta chatarra, basura y contaminación ambiental, que estamos amenazando la integridad genética de nuestra especie. Una sola afectación: los disruptores endocrinos se constituyen en un riesgo para nuestro bienestar y la genética de nuestros descendientes.



Según el sitio web www.sanitas.es, los disruptores endocrinos provienen de: “alimentos, pesticidas, productos de higiene personal y de limpieza, materiales de construcción, materiales plásticos, ambientadores, materiales de decoración, insecticidas, ropa, juguetes, electrodomésticos, aparatos electrónicos. La lista es muy larga, al igual que la de las sustancias químicas que pueden alterar el sistema endocrino".



Todos estos son productos que usamos y consumimos constantemente. Hemos convertido todo el sistema productivo en una fábrica de venenos, y los estamos bebiendo, comiendo, respirando y aplicando a nuestra piel, nuestro cabello, y a todo nuestro cuerpo. Eso se llama suicidio.



Los gunas son de los pocos pueblos originarios que tenían un concepto para denominar a nuestro continente: Abya Yala. A los demás mortales, el uso cultural nos ha impuesto el nombre de América. Lo cierto es que Abya Yala se está hundiendo como causa del cambio climático.



Los gunas ya empezaron la mudanza a tierra firme, dejando atrás cientos de años de tradiciones y de vivencias en sus islas. Los gunas son los primeros refugiados ambientales de nuestro país. En las próximas décadas, se les sumarán los residentes de Garrote y Portobelo en Colón, toda la costa bocatoreña, Puerto Armuelles, Alanje, Puerto Mutis, Parita, Mensabé, Aguadulce, Puerto Caimito, Boca la Caja, Panamá Viejo, Juan Díaz y un largo rosario de comunidades que seguirán la suerte de las islas de Guna Yala.



Un maestro de esas islas me contaba que su mayor pérdida era su cementerio, allí donde reposaban los restos de los abuelos de sus abuelos. Pensé en mis propios antepasados enterrados en el Jardín de Paz, un valle vecino de un área de manglares y todo el estuario de Panamá Viejo. En algunas décadas con el cambio climático, esa área podría convertirse en memoria.



El mapa de la ciudad de Panamá de 2060 será distinto al de 2020. Es probable que el mapa de todo el planeta cambie radicalmente.



Jorge Luis Borges, en uno de sus microrrelatos más famosos, contaba que una vez se hizo un mapa del universo y se obtuvo una imagen del rostro de Dios. Si se dibujan los nuevos mapas de la realidad ambiental del mundo, se estará dibujando el rostro de nuestro planeta llorando: sus principales habitantes se han empeñado en destruirla.

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