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En la mañana del 3 de octubre de 1989, el mayor Moisés Giroldi lideró un intento de golpe contra el comandante de las Fuerzas de Defensa de Panamá, el general Manuel Antonio Noriega. El plan no funcionó, y para el final del día siguiente Giroldi y 10 oficiales más habían sido ejecutados en la llamada “masacre de Albrook”. El intento de golpe y sus consecuencias fueron los últimos eventos significativos antes de la invasión estadounidense y, veinticinco años después, continúan persiguiendo a la sociedad panameña. Esta es la segunda entrega de una serie (de tres partes) en las que se narra lo ocurrido en la comandancia aquel 3 de octubre y lo que esos eventos –y la subsecuente reacción a la Operación Causa Justa– nos dicen sobre el Panamá de entonces… y el de ahora. Para leer la primera parte, hacer clic aquí.
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Para cuando el general Manuel Antonio Noriega salió a enfrentar a los golpistas, sus aliados estaban en plena movilización. Y no solo habían sido sus llamadas telefónicas las que habían alertado de lo que sucedía en la Comandancia. Por toda la ciudad, las hostilidades eran evidentes. A su llegada al cuartel de Panamá Viejo, por ejemplo, el coronel Nivaldo Madriñán recibió disparos de ametralladora de los oficiales del Escuadrón de Caballería. Su comandante, el capitán Javier Licona, se encontraba en la Comandancia liderando el golpe.
Los rebeldes, además, transmitieron un comunicado –leído por el periodista Daniel Alonso— sobre las 10 de la mañana en el que explicaban las claves de lo que sucedía: era un movimiento exclusivamente castrense con el objetivo de retirar a los oficiales que habían cumplido sus 25 años de servicio; de manera más general, mostraba su apoyo al gobierno provisional del presidente Francisco Rodríguez, proponía la pronta celebración de elecciones y reconocía la necesidad de democratizar al país. La proclama, transmitida y repetida una y otra vez por Radio Exitosa, terminaba de darle a conocer al país que las FDP volvían a convulsionar. Y en octubre de 1989, eso significaba que Panamá volvía a convulsionar.
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Daniel Alonso (d), durante una transmisión de Lo Mejor del Boxeo.
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Mientras la proclama rebelde resonaba en todos los radios del país, un 727 de la Fuerza Aérea Panameña (FAP), al mando del mayor Juan Manuel Luria, volaba a la base aérea de Río Hato. Allí estaban basados los Machos de Monte, un cuerpo de infantería al mando del capitán Gonzalo “Chalo” González. Tras enterarse de los hechos en la Comandancia, el comandante de los Machos había solicitado el envío de la aeronave al teniente coronel Pascual González, jefe de Aeronáutica Civil, quien inmediatamente despachó hacia Río Hato el 727, el único de la FAP, desde el Aeropuerto de Tocumen. Sobre las 10:30 de la mañana, unos 120 Machos de Monte comenzaban a abordar el avión. Media hora después Luria, "Chalo" González y sus hombres despegaban de vuelta a Tocumen, sin saber si ya era muy tarde.
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La insignia de los Machos de Monte.
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Aún no lo era. En la Comandancia, Noriega había notado la falta de liderazgo y convicción de los golpistas, y estaba recobrando, a base de golpes psicológicos, el control de la situación. Al salir al patio, vio a algunos de sus hombres arrestados, boca abajo contra el piso. Para ese momento, había comprendido que el líder del grupo era Giroldi, que estaba en el patio con otros oficiales rebeldes. El mayor vestía una camiseta blanca y pantalones, mientras que el general iba completamente uniformado. Noriega miró a su alrededor, observando cómo los golpistas evitaban su mirada.
Decidió arriesgarse. Levantó la voz y comenzó a reprenderlos uno por uno, por nombre, incluso a los que manejaban las tanquetas que ocupaban el patio. Les dijo, señalando al Cerro Ancón, que eran solo unos peones de los estadounidenses, quienes, con toda seguridad, observaban todo desde su centro de control en las entrañas del cerro.
Nadie decía una palabra. Nadie desafiaba su autoridad.
Era el momento de lidiar con el líder. Giroldi estaba ahí, en su atuendo civil, firme pero nervioso. Tras intentar razonar con el que oficialmente era su prisionero, el mayor invitó al general a hablar en una zona un poco más alejada.
A medida que transcurría el tiempo, la situación comenzaba a volverse más y más confusa. El general se sentía cada vez más confiado, pero el control del edificio y el balance militar estaba completamente a favor de los rebeldes. A su vez, Giroldi se iba dando cuenta de que su plan A –convencer a Noriega de retirarse— no iba a funcionar.
Desgraciadamente, no tenía plan B.
Ese vacío de alternativas, a su vez, iba siendo llenado, a la desesperada, por las ideas e intenciones de sus aliados, que sabían que el statu quo militar no iba a durar mucho más. Pero Giroldi seguía al mando, y mientras no sabía qué hacer con el general, tenía muy claro qué no iba a permitir: nadie mataría –como llegó a sugerir Licona— ni maltrataría a Noriega y, bajo ninguna circunstancia, sería entregado –al menos voluntariamente— a los estadounidenses.
La situación estaba bloqueada. Y el tiempo seguía pasando. Ante la falta de liderazgo, los rebeldes empezaron a maltratar a sus prisioneros. Asunción Eliécer Gaitán, un capitán que se había convertido en jefe de la guardia personal de Noriega y uno de los oficiales más cercanos al general, fue agarrado por Licona, quien lo arrojó al suelo para dispararle. Noriega corrió a interponerse entre ambos. “Vas a tener que matarme a mí antes que a él”, le dijo a Licona. Éste no respondió, y poco después abandonó el edificio en dirección a Fort Clayton.
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La base estadounidense de Fort Clayton.
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En ese momento, Noriega supo que había vuelto a ganar. El sonido de combates afuera de la Comandancia empezó a hacerse más y más intenso. Tras aterrizar en Tocumen y desplazarse en un camión y otros vehículos, los Machos llegaron al Cuartel Central sobre el mediodía e inmediatamente entablaron batalla. La superioridad militar de los Machos inclinó rápidamente la balanza, pero la cereza sobre el pastel la puso el mayor Porfirio Caballero, que disparó un cohete con un lanzagranadas desde el edificio Paco, colindante con la Comandancia. El proyectil impactó en medio del patio, e hizo pensar a los rebeldes que estaban siendo bombardeados. Para ese momento, el general ya le había comido la moral a un Giroldi en completa parálisis.
Presas del pánico, un grupo de golpistas intentaba forzar a varios oficiales a subir a un camión para llevárselos arrestados. “Nadie se va de aquí”, gritó Noriega, ya seguro de su triunfo. “¡Ninguno de ustedes puede levantarse contra este comandante! ¡Ninguno tiene los huevos para ir en contra de mí!”.
Giroldi seguía paralizado mientras sus hombres desertaban. Algunos huían, otros renegaban abiertamente de los golpistas –diciendo que habían sido forzados a participar— y otros intentaban pasar desapercibidos. Mientras las fuerzas norieguistas recobraban el control de las instalaciones, las líneas entre leales y rebeldes se hacían cada vez más borrosas. Al fin y al cabo, todos vestían el mismo uniforme.
Giroldi se dirigió a Noriega. “Ok. Déjeme ir”, le dijo. “No sé adónde, pero déjeme ir. Mi mujer y mis hijos me están esperando”. Por supuesto, no le dijo que en Clayton.
El General lo miró, en silencio, por un momento. “Lárgate de mi vista”, le contestó. Giroldi salió disparado, pero instantes después volvió a tenerlo enfrente, arrestado y arrastrado hasta su presencia por sus soldados; hombres que se encontraban bajo los efectos de la victoria militar, la droga más potente de cuantas hay. Estaban a mil por hora, y no iban a permtir que Giroldi, ni ninguno de sus cogolpistas, quedara sin castigo. Pero Noriega tenía la mente en otras cosas, y no dio ninguna orden firme. Al contrario, se fue a relajar en la barbería. Esa misma tarde empezaron las venganzas, con el asesinato del teniente Deóclides Julio en plena Comandancia.
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El general Noriega celebra el fracaso del intento de golpe.
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Los días siguientes siguieron el mismo patrón. Mientras Noriega se sentía más vivo y poderoso que nunca –paseándose por Panamá con su pen pal estadounidense, una niña de 12 años llamada Sarah York—, los golpistas fueron ejecutados en las catacumbas del régimen. El mayor Giroldi murió en el cuartel de Tinajitas, víctima de una ráfaga de metralleta disparada –por la espalda— por el capitán Heráclides Sucre, y un disparo del también capitán Ramón Díaz. El capitán Nicasio Lorenzo murió ahorcado en la cárcel Modelo. Ocho oficiales más fueron ejecutados en los hangares de Albrook. Sus nombres: León Tejada (capitán), Juan Arza (capitán), Edgardo Sandoval (capitán), Eric Murillo (capitán), Jorge Bonilla (teniente), Ismael Ortega (subteniente), Francisco Concepción (subteniente) y Feliciano Muñoz (sargento).