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En la mañana del 3 de octubre de 1989, el mayor Moisés Giroldi lideró un intento de golpe contra el comandante de las Fuerzas de Defensa de Panamá, el general Manuel Antonio Noriega. El plan no funcionó, y para el final del día siguiente Giroldi y 10 oficiales más habían sido ejecutados en la llamada "masacre de Albrook". El intento de golpe y sus consecuencias fueron los últimos eventos significativos antes de la invasión estadounidense y, veinticinco años después, continúan persiguiendo a la sociedad panameña. A partir de hoy, publicaré una serie de tres entregas --una cada viernes-- en las que se narra lo ocurrido en la comandancia aquel 3 de octubre y lo que esos eventos --y la subsecuente reacción a la Operación Causa Justa-- nos dicen sobre el Panamá de entonces... y el de ahora.
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"Ahí fuera están muriendo tus soldados, ¿y tú qué haces? ¿Esa es la clase de comandante que quieres ser?"
Su tono, aunque firme, no era especialmente alto. Y ni falta que hacía. Había recuperado el control de la situación, y el hombre que tenía enfrente estaba completamente derrumbado.
“Para ser comandante hay que tener huevos –continuó—, y tú no los tienes. Ríndete antes de que mueras”.
Moisés Giroldi, mayor de las Fuerzas de Defensa de Panamá (FDP) y comandante de la Compañía Urracá, había entrado en parálisis. Las palabras de su interlocutor, el General Manuel Antonio Noriega, se perdían en el enorme vacío que había dentro de su cabeza. Lo mismo ocurría con el estruendo que entraba por los cuatro costados de la oficina en la que se encontraban. Eran los sonidos de la muerte: el zumbido de las balas, el traqueteo de las ráfagas de metralla, la explosión de las granadas y, sobre todo, los gritos de los heridos. Unos cuantos minutos antes, incluso, un cohete había impactado en pleno patio. El Cuartel Central se había convertido en el escenario de una batalla entre soldados del mismo ejército. Sus compañeros matándose entre ellos.
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La insignia de la Compañía Urracá.
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Los combates seguirían un rato más, pero la suerte ya estaba echada. Y le había tocado perder.
Mientras Noriega le hablaba, cada molécula de su cuerpo seguía intentando asimilar que la apuesta más importante de su vida había fracasado.
Giroldi había cruzado su Rubicón esa misma mañana, martes 3 de octubre de 1989, cuando se tomó –junto a la totalidad de los Urracás y otras compañías aliadas— el control del cuartel. La decisión no había sido fácil: las líneas que unían al General, su General, con su familia eran largas. Su padre había sido sargento de la Guardia Nacional (GN) y había trabajado en los motores de motos en Chiriquí, al mando de Noriega. En parte gracias a eso, él había tenido la oportunidad de estudiar en la Academia Militar de Nicaragua. La gratitud y el respeto casi paternal que sentía hacia su comandante le habían hecho escogerlo para apadrinar dos de los eventos más importantes de su vida: su boda –con Adela Bonilla— y el nacimiento de su tercer hijo. Y 19 meses atrás, había arriesgado su vida para defenderlo cuando un grupo de oficiales, liderados por el Coronel Leonidas Macías, intentó sacarlo del poder.
Ese acto de lealtad le había valido su rango actual y su entrada al círculo cercano al General, nada menos que a cargo de la seguridad de la Comandancia (como también se conocía al Cuartel Central). Pero el sabor era agridulce. De alguna manera, su ascenso era parte de algo más grande y preocupante. Las Fuerzas de Defensa se estaban pudriendo desde adentro. La confusión, la desconfianza y la indisciplina reinaban, y eran pocos los oficiales que no estuvieran embarrados de corrupción de una manera u otra, en mayor o menor medida. El General Noriega continuaba controlando el ejército, y a través de él el país, pero la moral de las tropas, el esprit du corps, estaba por los suelos y su liderazgo disminuía al mismo ritmo que aumentaba lo aleatorio e improvisado de sus decisiones. En esas condiciones, ninguna organización, y mucho menos un ejército, puede aspirar a nada más que a su eventual descomposición.
Giroldi estaba convencido de que eso era aún evitable. Los problemas, entendía, eran graves pero emanaban de la madre de todas las indisciplinas castrenses, la que ha provocado rebeliones en todas las épocas y latitudes: la negativa de gran parte del Estado Mayor de retirarse a tiempo. Si él y sus aliados lograban forzar una vuelta al orden natural de las cosas, y convencer a Noriega y los demás de que era hora de retirarse, las FDP estarían más cerca de la redención. Definitivamente, era algo por lo que valía la pena arriesgarse. Incluso con la vida. Después de todo, Noriega había prometido tratar sin piedad al que volviera a intentar derrocarlo.
Aunque conocía los riesgos, el comandante de la Compañía Urracá se sentía confiado cuando, sobre las 8:30, dio a sus hombres la orden de tomarse la Comandancia. Su esposa Adela y el resto de sus familiares habían tomado refugio un par de horas antes en Fort Clayton, sede del Comando Sur del ejército de Estados Unidos. El refugio a sus familiares había sido una de las dos peticiones que, a través de un par de agentes de la CIA con los que había conversado la noche del domingo, había hecho llegar a los norteamericanos. La otra, el apoyo logístico para evitar la llegada de refuerzos leales al general, llegaría a su tiempo. O eso esperaba. En todo caso, ya no había nada que pudiera hacer. El golpe había comenzado.
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El General Noriega, y su Estado Mayor, habían prometido tratar sin piedad a quien se volviera a rebelar. (Foto: Flickr/Emabulator)
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El morterazo contra la pared de la habitación fue el signo definitivo de que algo serio estaba pasando. Los disparos provenían de la tanqueta del capitán León “Cocoliso” Tejada, recién llegado de una misión de la ONU en Namibia. Pero eso el General no lo sabía. En realidad, no sabía casi nada. Sentado en su cama, había estado sometiéndose a un examen de salud rutinario, con el Dr. Martín Sosa, cuando todo comenzó.
Sin ningún tipo de elemento para evaluar la situación, Noriega corrió hacia el teléfono. Desde ahí hizo un par de llamadas para pedir ayuda. Por los altoparlantes le advertían que se rindiera, que todas las compañías estaban aliadas en su contra, pero daba la impresión de que aún los golpistas no tenían el control total del edificio. En ese caso, tendría algo de tiempo hasta que llegaran al segundo piso, donde se encontraba la habitación. Además del Dr. Sosa lo acompañaba Iván Castillo, su guardaespaldas, que inmediatamente salió en búsqueda de apoyos y no regresó.
Giroldi y sus hombres se hicieron finalmente con el control y, por un momento, el silencio se apoderó del cuartel. Para entonces, el General había hecho varias llamadas. Poco después escuchó los golpes en su puerta.
“¡General, abra la puerta!”, gritó una voz que no reconoció.
“Es Armijo. Salga, por favor. No dispare”.
Mientras sostenía firmemente la ametralladora que guardaba en su habitación para momentos como este, el General suponía que Roberto Armijo, uno de sus coroneles, estaba liderando una rebelión contra él.
“La puerta está abierta. Entren”, contestó.
“No, ábrala usted”, dijo otra voz.
“¡Abran la puerta, coño!”, gritó Noriega.
Cuando la puerta se abrió, el General vio no solo a Armijo sino a otros oficiales de alto rango afuera de su habitación. Giroldi, respetando la cadena de mando, los había enviado a hablar con él y explicarle la situación. En esas circunstancias, por supuesto, era imposible saber quién de ellos estaba con los golpistas y quién no.
Pero esa era, en ese momento, la última de las preocupaciones de Noriega. El General salió de la habitación y comenzó a caminar, lentamente, hacia las escaleras que conducían al patio de la Comandancia. A medida que avanzaba, intentaba evaluar la situación. Lo más importante era ganar tiempo para que su gente acudiera a rescatarlo.
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Vista aérea del Chorrillo, incluyendo el Cuartel Central (Comandancia) en 1982. (Foto: Flickr/Ruperto Miller)
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