Las vetustas Torres Gemelas

Las vetustas Torres Gemelas


Las conocí el 30 de abril de 1994. Ese día fue mi cumpleaños número 26 y el programa de la beca Fullbright había invitado a sus becarios a conocer los íconos de la ciudad de Nueva York. El primero de ellos, la Estatua de la Libertad. Para desconocimiento de la gran mayoría de los estadounidenses y panameños, esta estatua tiene un fuerte vínculo con la historia de nuestro país. Los franceses se la donaron a Estados Unidos para suavizarlos políticamente de forma tal que no hubiese resistencia a la construcción del Canal Francés en suelo panameño.

En segundo lugar, la isla Ellis donde decenas de millones de migrantes europeos entraron a los Estados Unidos en el siglo XIX y XX. Es desde el muro de esta isla, que uno de mis compañeros de estudio, me tomó la foto que tiene a las Torres Gemelas como fondo.

Esa noche, como a las 8 la mayoría de mis compañeros de maestría se juntaron conmigo para una pequeña fiesta de cumpleaños en el famoso Windows of the World. Allí se podía comer y, después de cierta hora, bailar amenamente. Mis amigos le pidieron una canción panameña al DJ boricua, y sorprendentemente la única canción que encontró fue el tema compuesto por Domplín, interpretada por Oscar De León “De Frente Panamá”. Así que en el último piso del edificio más alto de Nueva York, al menos por una noche, no estábamos ni con la izquierda ni con la derecha, si no de frente Panamá.

Las torres eran edificios relativamente simples desde el punto de vista estético. Parecían más un ejemplo del modernismo soviético, que una muestra de arquitectura occidental innovadora.

La gran mayoría de la gente con la que he conversado sobre las torres gemelas desconocían el hecho de que estos edificios no eran en realidad productos de un capitalismo orgulloso y arrogante enclavados en la capital del mundo si no que eran dos edificios propiedad de la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey. En otras palabras, eran como las torres del Banco Nacional de Vía España, un complejo de oficinas construido por el Estado. Las torres buscaban revitalizar la economía de la ciudad de Nueva York y atraer nuevas inversiones de empresas que buscaban establecer oficinas a un costo competitivo en la Gran Manzana.

En los siguientes siete años a mi primera visita, me correspondió pagar el favor y servir de guía a amigos, parientes y conocidos que por alguna razón visitaban la ciudad de Nueva York. Y casi siempre querían conocer las torres. Mi preferencia era llevarlos a museos, galerías y la fabulosa biblioteca de la ciudad. Entre bostezos y reclamos casi siempre terminaba la excursión de vuelta al Windows. Para mí, el Empire State era una mejor visita como lo demostró la película Buena Vista Social Club.

En julio de 2001 visité la ciudad de Nueva York para hacer unos trámites. En esa época yo estaba radicado en Chicago y el grueso de mis amistades seguían en la Gran Manzana. Tratando de coordinar un sitio donde reunirnos para almorzar o cenar, los calendarios chocaban, situación que solo fue posible resolver con un desayuno de café con leche y emparedados en una de las cafeterías de la planta baja de la torre norte. Nadie me quiso acompañar a subir en los ascensores por enésima vez. A esa hora de la mañana, había muy pocos turistas y el personal de aseo estaba limpiando las alfombras y las ventanas. Sentí una energía “triste”. En los años siguientes he conversado con otras personas que también me confirmaron que se sentía una energía triste, o incluso un vacío alrededor de las torres en las semanas y días anteriores al evento.

El martes 11 de septiembre de 2001 estaba en Francia en un entrenamiento de la empresa con la que trabajaba y que ofrecía a su mejor talento capacitación para su próximo ascenso. La preparación incluía técnicas de negociación, simulaciones de conflictos de relaciones humanas, y manejo de crisis. Los cincuenta y pico participantes teníamos ya casi dos semanas de estar en entrenamiento, encerrados en un castillo medieval. El fin de semana anterior, yo había liderado una fuga organizada hacía la ciudad de París para que las chicas pudieran ir de compras y la muchachada conociera restaurantes, bares y discotecas. Con lo peculiar que son los estadounidenses con sus hábitos alimenticios, me llamó la atención que la gran mayoría de mis compañeros querían probar caracoles y ancas de rana.

Después de ese fin de semana, el contingente neoyorquino me adoptó para su grupo de trabajo. Así que el martes 11 de septiembre estaba rodeado de aproximadamente una decena de residentes de la Gran Manzana, cuando irrumpieron en nuestra sala de reuniones y nos informaron que un avión se había estrellado con una de las torres. Nos costó varios minutos reaccionar, pensamos que era una simulación.

Cuando nos dimos cuenta que era real corrimos a ver la televisión. Allí CNN transmitía en vivo el incidente y frente a nuestros ojos vimos el segundo avión se estrelló con la otra torre: Nos convertimos en espectadores de un evento grotesco. La gente empezó a saltar de los pisos más altos de la torre y los locutores no sabían que hacer con la transmisión. Intentaron de todo incluyendo oscurecer la pantalla y cambiar los tiros de las cámaras. A pesar de todo esto, nos dábamos cuenta de lo que sucedía. Más tarde se desplomaban las torres gemelas.

Recuerdo, que casi nadie quiso almorzar en el gran salón del castillo donde estábamos hospedados. Las comunicaciones por celular e internet estaban pasmadas. Irónicamente, las torres tenían en sus azoteas múltiples antenas que facilitaban la telecomunicación y sin ellas todo era silencio.

Empezamos a dialogar y a caminar juntos en grupo. El entrenamiento de manejo de crisis nos había enseñado que nadie debía quedarse solo y que debíamos hablar. Repasamos todo desde psicología hasta ciencia política y la historia de la política exterior de los Estados Unidos.

Muchos estadounidenses desconocen las atrocidades cometidas en su nombre por sus diferentes gobiernos en todas partes del mundo. Hablamos de Guatemala, Nicaragua, Chile y la invasión a Panamá. Reflexionamos sobre el terrorismo islámico y la complicidad de Washington con las tiranías del Medio Oriente. Hablamos de Palestina y lo que ese tema representaba para el resto del mundo. En todos los años que viví en Estados Unidos, sumando también los años que fui profesor en sus universidades, jamás tuve conversaciones tan francas y abiertas con los estadounidenses como las del 11 de septiembre de 2001.

En Francia hubo una enorme solidaridad hacia los Estados Unidos. Los franceses dejaron de lado su esnobismo para reconocer su admiración por Nueva York. Era común escuchar en los cafés y calles de París la canción de Frank Sinatra “New York, New York”. El viernes 14 de septiembre se dio la marcha más grande jamás ocurrida por los Campos Eliseos hasta esa fecha. La gente caminaba en silencio con velas, símbolos de paz, banderas francesas y estadounidenses, e incluso con banderas de otros países.

No volví a visitar Nueva York hasta febrero de 2002. Me encontré con un periodista británico me dijo que la ciudad le recordaba alguna urbe en guerra. El espíritu de la gente había cambiado. Le pedí a un taxista que me llevara a la zona cero donde antes habían estado las torres. Todavía se estaban realizando trabajos de recuperación de cuerpos pero casi todo había sido demolido. Había un gran silencio alrededor y se sentía un gran vacío. El taxista me contó que varios bomberos y policías que conocía desde niño habían muerto. Todo el mundo había sido tocado por el evento. Yo conocí, muy poco debo reconocerlo, a dos personas que murieron en las torres. Uno era un corredor de seguros, primo hermano de un compañero de trabajo. El otro, era un policía puertorriqueño que trabajaba para la Autoridad Portuaria que acudió a prestar ayuda en el rescate de la gente que estaba en las torres.

El 11 de septiembre de 2001, Osama Bin Laden y sus 19 suicidas tumbaron las Torres Gemelas de Nueva York y sin quererlo acabaron con el neoliberalismo de paso. Las ideologías imperantes que justificaban la disminución del tamaño del gobierno y del poder del Estado, sucumbieron. Mientras los abogados, banqueros y corredores de bolsa corrían para salir de las torres, los policías, bomberos y equipos de rescate entraban para salvar lo que pudieran encontrar.

Una vez escuché en una entrevista en la radio pública de Estados Unidos (NPR) una entrevista a un sindicalista que destacaba el elevado número de personas sindicalizadas que murieron en las torres. Eran funcionarios públicos y trabajadores privados que aprendieron a cooperar y a compartir intereses para una misma causa.

El 11 de septiembre hizo posible que el más inusual y peculiar candidato, se convirtiera en presidente de los Estados Unidos, un hombre negro de padre africano y madre estadounidense y con un apellido que solo se diferenciaba por una letra con el nombre del terrorista responsable de tumbar las torres. Ese hombre, Barack Obama ha sido acusado de ser musulmán, como si pertenecer a la religión de Mahoma fuera un delito. Incluso, algunos de sus enemigos republicanos han insinuado que no nació en Estados Unidos si no en Indonesia. Eso, para un país que tuvo como candidato presidencial, a un republicano nacido en la Zona del Canal, es sumamente irónico. Aunque Obama no hubiera nacido en Hawái tenía derecho por vía de su madre a la nacionalidad.

Esa perenne tensión entre la personalidad abierta y cosmopolita de Estados Unidos y la rabia racista y xenofóbica de un segmento de su población, solo se hizo más profunda desde el 11 de septiembre de aquel año. Ese veneno es el arma más poderosa que tienen los terroristas y demagogos contra el alma estadounidense. Esa actitud no es lo que el mundo y la propia ciudad de Nueva York simbolizaron bajo un mismo entendimiento: si el fanatismo no tiene fronteras tampoco las debe tener la tolerancia y el pluralismo.

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