El viernes 7 de diciembre, el pleno de la Corte Suprema de Justicia abdicó su competencia sobre el caso de los pinchazos. Al día siguiente, en un confuso incidente en la avenida 12 de Octubre, un campeón de artes marciales le daba una patada en la cabeza a una mujer. Al sistema penal acusatorio solo llegó el caso de los daños al automóvil manejado por la víctima. Lo verdaderamente serio fue remitido a un juez de paz.
Incluso antes de que se dé a conocer la versión escrita del fallo de la declinatoria de competencia, el magistrado Cecilio Cedalice publicó el lunes 10 de diciembre, en un ombligo de un diario, un ensayo de casi 6 mil palabras teorizando sobre el juzgamiento de los diputados y respaldando el fallo de la Corte. Para aquellos que estamos en el mundo de los periódicos, sabemos que conseguir un ombligo entero para publicar un artículo es sumamente complicado. Para un magistrado sumamente ocupado, escribir 6 mil palabras de un artículo periodístico con bibliografía y todo, puede tomar varios días e incluso semanas. Es decir, la justificación estaba escrita antes de que se decidiera el amparo.
Así como el apóstol Pedro negó tres veces a su maestro antes de la crucifixión, la Corte Suprema ha sido incapaz, en tres ocasiones, de realizar el proceso que corresponde a los diputados durante este año 2018. El primer caso fue el de la diputada Yanibel Ábrego, presidenta de la Asamblea Nacional, y a quien la Corte se negó a declarar en desacato por incumplir con la ley de transparencia, dado que tanto la Antai como esfuerzos ciudadanos le había solicitado información de acceso público, que ella se negó a suministrar. En noviembre de 2017, la Corte Suprema de México destituyó a dos diputados por desacatos derivados del incumplimiento de la ley de transparencia mexicana. En Panamá, nuestra Corte no se atreve a tanto.
En el caso del diputado Mario Lázarus, se le dieron largas al asunto, y cuando se llevó a cabo la audiencia, los magistrados Harry Díaz (juez de garantías), y Ángela Russo (fiscal de la causa), aceptaron que se diera un acuerdo económico de compensación a la familia de la víctima y que con esto bastaba. Los magistrados parecían no entender que el resarcimiento de los daños civiles derivados de un delito es un aspecto accesorio a la pena principal, aplicando en su lugar una interpretación muy flexible sobre el alcance de los acuerdos económicos.
En el caso de los pinchazos, es perfectamente discutible si la Corte mantenía competencia sobre el exdiputado del Parlamento Centroamericano (Parlacen) y expresidente de la República. Me inclino a considerar que sí la mantenía por múltiples razones, desde economía procesal, sentido común, precedentes jurisprudenciales, doctrina y derecho comparado. Incluso, si el lector está a favor de la tesis de que la renuncia al Parlacen terminaba la competencia de la Corte, entonces se debe reconocer que se cometió una chambonada mayúscula. La decisión de Jerónimo Mejía, que fue atacada en tres ocasiones por la defensa de Ricardo Martinelli, fue tomada el 25 de junio de 2018. Según la nota del Parlacen, que la propia defensa del expresidente aporta como prueba para el amparo de garantías constitucionales, el Parlacen certifica que la renuncia fue reconocida el 27 de junio de 2018. Es decir, la decisión de Mejía fue anterior a que se perfeccionara el acto jurídico que supuestamente la invalidó.
¿Cómo llegamos aquí? Al régimen de Gobierno panameño le puse el nombre de “diputadocracia”, en referencia a que la unidad básica de organización política de este país es el diputado. Después del susto que le dio a la clase política, las investigaciones por el caso Cemis que llevó adelante el Ministerio Público cuando José Antonio Sossa era procurador general de la Nación, los diputados se blindaron constitucionalmente por medio de unas reformas que en 2004 eliminaron la inmunidad parlamentaria y la sustituyeron por una figura excepcional en América Latina: la investigación, procesamiento y juzgamiento por el pleno de la Corte Suprema de Justicia. Este mecanismo fue copiado de Colombia, pero allá juzga la Sala Penal de la Corte e investiga el Ministerio Público. Después de las reformas constitucionales de 2004, al Ministerio Público se le quitó la Policía Técnica judicial, y con la creación del Código Procesal Penal se establecieron las excepcionales reglas para el juzgamiento de los diputados. Luego, en el gobierno de Martinelli, se aprobó la ley blindaje que estableció requisitos de la prueba idónea, limitó el periodo de investigación de los diputados a solo dos meses entre paréntesis (luego derogado por la Corte), y se estableció la supermayoría de dos tercios del pleno de la Corte para condenar a un diputado.
Con todo lo anterior, la mesa estaba servida: los diputados quedaron blindados. Si se adiciona el fuero penal electoral que les concede el proceso de elecciones del 5 de mayo de 2019, los diputados cuentan con cuatro blindajes, con los que no cuenta ni siquiera el presidente de la República.
A principios de año, la Corte Suprema asintió por omisión de sus funciones a que la alianza legislativa de los partidos Cambio Democrático y PRD desmantelaran la Comisión de Credenciales de la Asamblea Nacional, un hecho sin precedentes que jamás había ocurrido en la historia de la República, y que virtualmente selló la suerte de todas las nominaciones judiciales del gobierno del presidente Varela y le otorgó a los actuales magistrados de la Corte Suprema una garantía de que, a los que se comportaban de acuerdo con el libreto, nada les pasaría.
Hegel decía que “la historia se repite dos veces”. Karl Marx le agregó que “la primera como tragedia, y la segunda como comedia”. Ese es el karma del Partido Panameñista. Guillermo Endara se negó a llamar a una constituyente y no hizo una reforma procesal para enfrentar los grandes casos judiciales que debía emprender el país durante su administración. Lo mismo le pasó a Juan Carlos Varela. En contraste, en 1983, cuando Argentina recuperó la democracia, el presidente Raúl Alfonsín emprendió una reforma procesal para juzgar los crímenes de la dictadura militar. En Perú, a la caída de Alberto Fujimori, se hizo una reforma procesal para combatir la corrupción. Panamá está en mora, y esa deuda nos está costando muchísimo a los panameños.
¿Por qué necesitamos una reforma procesal contra la corrupción?
Tomemos, por ejemplo, la jurisprudencia que existía en la Corte Suprema sobre que el exceso de tiempo en una investigación por parte del Ministerio Público no constituía una violación al debido proceso. La actual Corte ratificó en al menos tres ocasiones este principio. Luego vino el fallo de Finmeccanica con la ponencia de la magistrada Ángela Russo. Allí se cambió esta jurisprudencia y se anuló gran parte de la investigación. Después de ese fallo ominoso, la Corte volvió a su jurisprudencia original, pero el daño ya estaba causado. El Segundo Tribunal Superior utilizó esa jurisprudencia para otorgar un sobreseimiento en uno de los casos de corrupción de alto perfil que era de su conocimiento. Más recientemente, el juez Leslie Loaiza invocó esta jurisprudencia para dar un sobreseimiento en el caso del alquiler de helicópteros con fondos del PAN. Ese veneno jurisprudencial sigue haciendo daño.
La reforma procesal, necesariamente, requiere que haya un cambio constitucional que elimine la competencia por la calidad de las partes. Esta es la competencia que exige que la Corte Suprema investigue y juzgue a los diputados y otros altos cargos. Al presidente de la República lo investiga y juzga la Asamblea Nacional. En Argentina, por ejemplo, el fiscal Alberto Nisman investigaba a la presidenta Cristina Fernández. En Estados Unidos, el fiscal Robert Muller investiga al presidente Trump. En España, la justicia ordinaria juzgó a la infanta Cristina, hermana del rey Felipe VI. Entonces, la competencia por la calidad de las partes es antidemocrática y promueve la corrupción.
El gobierno de Varela desperdició la oportunidad de sanear la Corte Suprema de Justicia. La Corte está compuesta por 18 magistrados, nueve principales y nueve suplentes. A cada presidente de la República le corresponde nombrar a 10 magistrados, cinco principales y cinco suplentes. El presidente Varela solo ha nombrado a dos principales y a una suplente. Esperó demasiado tiempo para nominar al magistrado Zamorano como principal, dejó tres vacantes de suplentes sin nombrar hasta que fue demasiado tarde, y le fueron rechazadas dos nominaciones a magistradas principales, con sus respectivos suplentes.
Sus actuales nominaciones no han recibido ni siquiera consideración para una entrevista en la Comisión de Credenciales de la Asamblea Nacional. Es probable que Varela termine su gobierno sin haber nombrado un nuevo magistrado. Esto significa que el próximo gobierno tendrá 14 vacantes en la Corte Suprema de Justicia, siete principales y siete suplentes. Semejante poder en las manos equivocadas nos condenará hasta 2033 con una Corte de espantos.