El doctor Eduardo Ortega Barría y el doctor Julio Sandoval fueron denunciados por la comisión de un delito contra el honor, al cuestionar la inteligencia de una profesional de la salud que divulgó información que ellos consideraron incorrecta sobre las vacunas contra la Covid-19. El pecado de calificar a alguien como “ignorante” alcanza proporciones bíblicas en tiempos del antivacunismo.
Nótese que usé la palabra “pecado” y no la de “delito”, porque, en el fondo, esto se trata de un problema de fe, no de derecho penal.
El Ministerio Público admitió la denuncia y, a pesar de que la vacunación clandestina sigue sin aclararse y que existe una larga letanía de casos inverosímiles que requieren acción de la justicia, el Estado panameño gastará miles de dólares en un proceso judicial sin pie ni cabeza.
Imagínese usted la audiencia de juicio: ¿Cómo se demuestra la ignorancia de una persona?, quizás haya que aplicar un test de inteligencia, de esos que miden el coeficiente. Tal vez, las frases y afirmaciones deban ser calificadas por un panel de reputados científicos y curanderos, para que haya equidad en la valoración sobre los comentarios acerca de las vacunas contra el coronavirus.
De seguir esto así, el día de mañana tendremos a alguien denunciando a los biólogos porque dijeron que los seres humanos descienden de los primates. Si la cosa se pone buena, tendríamos a los representantes de las distintas religiones establecidas en Panamá demandándose y querellándose entre sí, para que la justicia determine quién es el representante de Dios en este planeta.
Después de tal muestra de justicia vendrán la Tulivieja y La Tepesa para denunciar, por violencia de género, a los abuelos de nuestros abuelos que les atribuyeron inmorales y poco piadosas cualidades.
La justicia penal y la justicia en términos generales versa sobre hechos y alegatos al respecto de los mismos. Esos hechos se demuestran de acuerdo con las reglas del método científico y los principios de la teoría del conocimiento.
El contrasentido de denunciar a dos excelsos médicos panameños, que han sacrificado su tiempo, su conocimiento y su reputación para servirle a la salud de todas y todos en este país, demuestra un conflicto estructural en la gestión de salud. Al mismo tiempo que el Ministerio de Salud (Minsa) reparte las vacunas de Pfizer y AstraZeneca basadas en ciencia, esa misma institución reparte en los kits de asistencia a los contagiados, pócimas de ivermectina e hidroxicloroquina cuya efectividad, para combatir la Covid-19, está basada en la seudociencia.
En otras palabras, en términos teológicos, el Minsa quiere estar con Dios y con el cachudo. Esto en realidad significa que el método científico está en la unidad de cuidados intensivos en Panamá, y que el RT de la superstición y la infodemia anda en 100 a 1. El silencio ensordecedor del Colegio Médico de Panamá, la Comisión Médica Negociadora Nacional, la Asociación de Médicos, Odontólogos y Afines de la Caja de Seguro Social, el Colegio Nacional de Abogados, y las principales universidades del país, es la más clara evidencia que entre la indiferencia y el miedo hay una profunda complicidad. Esa cobardía gremial y cívica nos puede llevar a un escenario en el que lleguemos a la quemadera de libros y bibliotecas y la gente le dé la espalda a las normas básicas de sanidad, para hacerle caso a las redes sociales.
Un ejemplo muy cercano nos dice lo venenoso que esto puede ser: en Estados Unidos, el 78% de los republicanos cree que Donald Trump ganó las elecciones presidenciales de 2020 y que la presidencia de Joe Biden es un gran fraude. Esa gran mentira tiene muchos pies porque hay políticos, periodistas, medios de comunicación y redes sociales que prosperan con esa falacia.
Igualmente, en la edad media hubo muchos reyes, autoridades religiosas y comerciantes que prosperaron con grandes mentiras. En ese mundo eran compatibles la inquisición, la quema de brujas y la venta de indulgencias. Hoy, los pecados y las mentiras sobre la vacunación son tan o más peligrosos que aquellas de la edad media.