Sean Connery, quien murió el sábado 31 de octubre de 2020, quizás sea recordado por crear las bases del carácter del espía secreto James Bond en su forma cinematográfica.
Yo me quedo con tres películas de géneros cinematográficos bien distintos entre sí protagonizadas por un Sean Connery capaz de entretener y ser eficaz con registros variados al mismo tiempo: el drama investigativo El Nombre de la rosa (1986), de Jean-Jacques Annaud (aunque al escritor Umberto Eco no le gustó al inicio su selección); el drama policíaco Los intocables de Eliot Ness (1987, por el que obtuvo su único Oscar y encima fue como actor secundario por lo que la Academia de Hollywood volvió a quedarse corta), de Brian De Palma y el filme de aventuras inverosímiles Indiana Jones y la última cruzada (1989, casi tan genial como la primera entrega de Indy), de Steven Spielberg.
Claro que también podría ser el intelectual que resalte que lo suyo es ser recordado por la Marnie, la ladrona (1964), de Alfred Hitchcock (compulsivo e interesante ejercicio de represión sexual); o irme por el lugar común de inclinarme por la saga del personaje creado por Ian Fleming, en particular, James Bond contra Goldfinger (1964, no dudo que es su mejor interpretación del hombre que tenía licencia para matar).
Para otros el Sean Connery más encantador era el que sin asco se enrolaba en producciones comerciales por deseo de ganar dinero fácil como La caza del octubre rojo (1990, la presencia de Connery disminuyó al protagonista Alec Baldwin), de John McTiernan y La roca (1996, salvo Connery y el sonido el resto es olvidable), de Michael Bay.
Lo cierto es que un intérprete como Sean Connery tenía ese don que solo los grandes son capaces de lograr durante su carrera: ser especiales para muchos tipos de público de distintas maneras.


