El puesto más alto en el canon de los mejores cuentistas, de acuerdo con el parecer de Antonio Ortuño (Zapopán, México, 1976) es J.D. Salinger (1919-2010).
Fue este autor estadounidense el primero que lo deslumbró con sus relatos y cuya obra, Nueve cuentos, compró cuando era adolescente en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde hace unos días este escritor presentó Agua corriente (2016, Tusquets).
Recuerda que se trataba de un libro de color verde con tapa dura. Le da risa y pena, a la vez, confesar que fue por la calidad de la edición que adquirió ese título clave dentro de la hoja de vida de Salinger y que marcaría para siempre a Ortuño, autor de novelas como El buscador de cabezas (2006) y libros de relatos como El jardín japonés (2007).
Después el género de las historias cortas lo fascinó aún más cuando descubrió a otro narrador norteamericano que considera indispensable, Raymond Carver (1938-1988).
Sus raíces y cimientos se consolidaron con las tramas creadas por el ruso Antón Chejov (1860-1904), y más tarde con El Decameron, del italiano Giovanni Bocaccio (1313-1375).
De forma paralela, en su etapa formativa, hay otros dos libros fundamentales para su futuro oficio y que recomienda con los ojos cerrados: La ley de Herodes, del mexicano Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) y El cobrador, del brasileño Rubem Fonseca (1925-).
También aprueba el acervo de la perversidad humana que transmiten los textos de la estadounidense Patricia Highsmith (1921-1995) y la relevancia del género fantástico a través del imaginario del argentino Jorge Luis Borges (1899-1986).
De todos estos autores aprendió que hay más de un secreto a la hora de confeccionar un buen cuento. Que cada historia tiene su particularidad y el trabajo del escritor, dice Ortuño, es encontrar la manera eficaz de cautivar a quien lo lee.
Propone que un libro de cuentos no debe necesariamente leerse en el orden que aparece en su índice, sino que se inicie su abordaje por el último relato o el lector salte en desorden hasta consumir todo su contenido. “Así la lectura se parecerá a una montaña rusa”, asegura quien propone que la gente se acerque así a su obra Agua corriente.
CADA RELATO TIENE SU VITALIDAD
En el libro de cuentos Agua corriente lo que sobra es la variedad.
Por ejemplo, en unos relatos su autor, Antonio Ortuño, apuesta por un lenguaje directo, mientras que en otros se inclina por hacer hincapié a la retórica y a la estructura.
Agua corriente es una antología de cuentos suyos, que han salido previamente en periódicos o revistas.
El más antiguo tiene 20 años, El trabajo del gallo, y los más recientes datan de 2015. “Me quedé con los que me gustaban más y eran más eficaces, que siguen conservando la vitalidad narrativa a pesar de los años”, explica Ortuño, cuya obra ha sido traducida a media docena de lenguas.
Su apuesta es cambiar de ritmo con el lector en cada una de las tramas, por lo que quiso darle varias opciones de estilo y forma. Es una mezcla que va de textos de frases cortas a otros de mayor aliento, o una miscelánea que va del uso de la violencia a una densidad más ligera.
Este columnista en medios de comunicación como Más por más y El Informador confía en aquellos relatos que son eficaces. “Hay aquí cuentos de corte fantástico (La Señora Rojo y El Grimorio de los Vencidos), satíricos (Masculinidad, Ars Cadáver e Historia del cadí, el sirviente y su perro), políticos (Historia, Héroe, Escriba y Boca pequeña y labios delgados), hay tragicomedias familiares (El jardín japonés, Pseudoefedrina y Agua corriente) y apuntes de terror social (El trabajo del gallo y El horóscopo dice).
OFICIO
Antonio Ortuño está lejos de acostarse en el diván de un psiquiatra, ya que no cree en la inspiración ni en las musas ni en las vibras del universo ni se deja someter por las decisiones de los personajes, sino que cree en el trabajo constante.
Para el responsable de la novela juvenil El rastro (2016), escribir es un ejercicio riguroso, “de conciencia, por lo que tomo todas las decisiones cuando escribo: quién lo narra y con qué estilo, y así se va construyendo, por etapas, el tono de cada cuento”.
En últimas se trata de un acto de carpintería que tiene como fin principal “organizar el paso del tiempo de forma coherente”.
De allí que para un lector, considera Ortuño, es más fácil dejarse llevar por una novela, por más que tenga 800 páginas, que por un libro de cuentos, pues “es comenzar una y otra vez. Si la obra tiene 14 cuentos, entonces la relación con el lector tiene 14 variaciones. Puede que lo encantes durante cinco relatos y el sexto no le gusta y termina tirando el libro”.
RENTABILIDAD
Antonio Ortuño se define a sí mismo como un mercenario, porque solo concibe cuentos cuando sabe que una publicación se lo va a comprar.
Hay cuentos que le han sido rentables. La Señora Rojo ha sido publicado unas 15 veces: en Letras libre de México, en La Vanguardia de España, en el Clarín de Argentina..., tanto en el sur de Inglaterra como en Nueva York (Estados Unidos).
No cayó en la tentación de reescribir ninguno de sus cuentos en Agua corriente, porque los considera textos terminados, aunque no los calificaría de perfectos. En ese reencuentro con su propio yo se le ocurrieron ideas nuevas, pero prefirió dejar los cuentos tal como estaban y esos aportes los utilizará en historias por aparecer.
Por otro lado, en ocasiones, el motivo que lo lleva a escribir un cuento ni siquiera aparece en el interior de la historia cuando la redacta.
Pone como ejemplo Historia del cadí, el sirviente y su perro. Su impulso narrativo se registró cuando una persona publicó en Twitter un mensaje difamatorio contra él y Ortuño se enojó mucho. Su forma de vengarse fue redactar este relato, un homenaje a Las mil y una noches, que ocurre en una ciudad asiática, y no tiene nada que ver con la conocida red social cibernética, pero quien lo ofendió terminó siendo un perro, dato del que el agresor luego se enteró.