Si hay un director que es una máquina de destrucción masiva, ese es Roland Emmerich.
En sus películas, en especial en su etapa en Hollywood, la habilidad de hacer añicos puentes, avenidas y edificaciones es su seña de identidad.
Su primer acto de pulverizar ciudades enteras fue en la película Independence Day (1996), cuando unos extraterrestres de pésimo humor decidieron acabar con la Tierra de un solo plumazo un 4 de julio, fecha de la independencia de Estados Unidos de su madre inglesa.
Esa especialización continuó con la no menos arrasadora Godzilla (1998), sobre un reptil, gigante y mutante, que entre tantas ciudades del mundo decide llegar a Nueva York para no dejar títeres con cabeza.
Para evidenciar que hay distintos métodos de desmoronar lo establecido, ya sean sistemas o vidas, ubicó su The Patriot (2000) en 1776, en tiempos de la cruenta guerra de independencia entre los colonos de Nueva Inglaterra y las tropas de Jorge III.
En un tumultuoso y apocalíptico discurso sobre las consecuencias del cambio climático provocado por el hombre, firmó The Day After Tomorrow (2004), sobre una situación que podrá ocurrir si la sociedad global sigue cometiendo los mismos errores en contra de la naturaleza.
Como una señal que el peligro de hacer añicos todo lo existente siempre ha existido en la historia de este planeta, luego Roland Emmerich se hace cargo de 10,000 BC (2008), en la que los depredadores prehistóricos y los humanos de entonces vendrían siendo lo que hoy representan los grupos terroristas para la paz mundial.
Para demostrar que también sabe domar a volcanes enfurecidos y actividades sísmicas virulentas, se hizo cargo de 2012 (2009), sobre cómo la Tierra a veces pasa factura al hombre por sus desmadres.
Como no hay lugar seguro por completo, después su delirio por demoler lo que sea puso su mira en uno de los inmuebles más emblemáticos de la ciudad de Washington: la Casa Blanca en White House Down (2013).
Como una prueba que hay acciones cíclicas, por ejemplo, el peligroso don de acabar con todo lo existente, era obvio que el cineasta alemán tomara el timón de Independence Day: Resurgence (2016), secuela de su éxito de taquilla de 1996 que se estrena hoy en las salas de Panamá.
Dado el aprecio que tiene Roland Emmerich por las catástrofes, por los monstruos que no conocen de modales ni diálogos, por su aprecio por las más impensables tramas de ciencia ficción y por su afán de contar historias en torno al fin de la humanidad, es el cineasta indicado para encargarle un documental sobre el daño que causará a todas las especies Donald Trump, si se convierte en el cuadragésimo quinto presidente de la Unión Americana.
EMMERICH, SUS CAÍDAS Y SUBIDAS
El más grandioso desempeño en taquilla de una película del director Roland Emmerich fue con Independence Day (1996), la que obtuvo mundialmente en venta de tiquetes 817.4 millones de dólares.
Es una convocatoria increíble tomando en cuenta que fue estrenada en 2 mil 977 salas de Estados Unidos, cuando su secuela, Independence Day: Resurgence (2016) estará casi en el doble de los espacios en la Unión Americana.
También cabe recordar que en 1996 el tiquete promedio costaba $4.42 en Norteamérica y ahora ronda los $8.58 (las salas 3D,
4D e Imax son aún más elevadas).
Si bien es casi imposible que sus propuestas audiovisuales le permitan ganar un Óscar como mejor director (más fácil obtiene un Razzie) o ser el principal estreno en el Festival de Cannes, sus producciones son lucrativas.
El sitio web boxofficemojo.com calcula que al precio actual de las entradas al cine, las producciones de Emmerich hechas en la llamada meca del cine habrían recaudado un billón 884 millones de dólares.
REACCIONES
En un renglón donde el asunto le ha salido medio chueco es en su relación con los críticos. Una muestra reciente es la tibia aceptación de Independence Day: Resurgence entre los expertos.
Para Peter Bradshaw, de The Guardian, Independence Day: Resurgence es “triste y aburrida”, y además carece de “la audacia o la diversión de la primera película”.
Fionnuala Halligan, de Screendaily, señala que es “tan intencionadamente cursi y descaradamente absurda como la primera. Reparte la acción y los efectos en crecientes dosis cuidadosamente calculadas, que dan a la película una tensión que se va acumulando”.
Robbie Collin, de The Telegraph, comenta que “no solo es descuidada, sino que es casi un sinsentido”.
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