Cuando el maestro Roger Ebert murió en abril de 2013, dejó un vacío en el panorama de la crítica cinematográfica en Estados Unidos. Pocos colegas suyos han sido capaces de convertirse en su relevo en cuanto a opinar sobre el séptimo arte. Uno de ellos es A. O. Scott, del periódico The New York Times.
Anthony Oliver Scott llegó al pasado Festival Gabriel García Márquez de Periodismo, en Medellín, Colombia, para hacer lo que le agrada más en sus 50 años de edad: conversar sobre ese luminoso invento que debutó en un café de París en 1885.
Para el hijo de los profesores Joan Wallach y Donald Scott Scott, el género periodístico que ejerce es un ejercicio intelectual en torno a una industria poderosa. Por eso, cuando escribe sus textos piensa más en formar a los espectadores que en caerle bien a los productores, directores y actores.
Admite que su opinión, favorable o no, sobre los largometrajes que provienen de los grandes estudios de Hollywood, no le hacen ni cosquillas a esos títulos, que están blindados con un férreo sistema de promoción y distribución.
Donde su parecer sí tiene bastante peso es cuando habla de filmes independientes estadounidenses y para las cintas extranjeras, pues estos no cuentan con el dinero suficiente para su mercadeo en la unión americana.
Entiende que para ser crítico de cine no se requiere de una licencia, como sí debe tener una para manejar un automóvil, pero le parece necesario leer mucho sobre el arte audiovisual y ver la mayor cantidad de películas posible, para evaluar desde la experiencia y la honestidad.
Le parece inadmisible redactar un artículo de opinión, en el que se determina qué es una obra de arte, a partir de la religión o la ideología de quien lo firma.
“Es injusto cuando dicen que los críticos somos artistas fracasados. El artista puede aprender de los críticos. La crítica es un arte en sí mismo e incluye a todas las demás manifestaciones”, comenta el sobrino nieto del actor Eli Wallach (El bueno, el malo y el feo).
“Hay una relación entre el artista y el crítico, y el crítico y el público”, que debe ser armónica, señala Scott, quien lee con devoción a autores como Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Miguel de Cervantes Saavedra y Mario Vargas Llosa.
Indica que una de las eras ideales para su oficio fue durante la postguerra en Europa, en particular la Nouvelle vague (nueva ola francesa), cuyos integrantes eran críticos en la inolvidable revista Cahiers du Cinéma (Cuadernos de Cine), como pasó con François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Éric Rohmer o Claude Chabrol, quienes “luego decidieron que la mejor manera de hacer crítica de cine era filmando sus propias películas”.
En su caso, no se siente especial. “Tengo derecho a dar mi opinión como cualquier otra persona. Solo soy un pensante. No me siento una autoridad. No creo ser alguien que dicta normas. Entiendo cuando los fanáticos se molestan si hablo mal de una película que les gustó. Es eso, es cuestión de gustos. No tengo problema con eso”.
Dice que su mayor reto es entregar sus notas a tiempo, pues confiesa que más de una vez la hora de cierre le ha caído encima, y sus editores han tenido que desarrollar la paciencia necesaria cuando no ha terminado su historia, y los responsables del departamento de producción presionan para que su sección entregue pronto la parte editorial.
HABLAR Y ESCRIBIR SOBRE EL AUDIOVISUAL
Cuando A. O. Scott era niño, la televisión producida en Estados Unidos no experimentaba la época dorada que ostenta hoy.
Por eso, su refugio más seguro era ir al cine, un arte que lo fascinó a lo grande desde que a los 11 años vio el estreno de Star Wars (1977).
Ir a la proyección de un filme pasó a ser para Scott un espacio formativo cuando cumplió los 15 años. Por entonces residía en París, ciudad a la que se trasladó por unos meses y por razones laborales maternas.
Como su francés era ínfimo, un día, dando vueltas por la ciudad, se topó con la Cinemateca Francesa y se la pasó viendo dos o tres clásicos del cine estadounidense por cada jornada.
De esa manera no solo descubría producciones indispensables de su propio país, sino que además, como las proyectaban con subtítulos en francés, aprendía un segundo idioma. “Esta fue mi escuela de cine”, manifiesta quien a los 16 años estaba convencido de que iba a ser crítico de música.
TELEVISIÓN
El crecimiento, “rápido y constante”, que ha tenido la televisión por cable de Estados Unidos es tan admirable, que le gustaría ser crítico de lo que ofrece cada semana la pantalla chica, ya que piensa que el momento clave de la crítica cinematográfica fue en las décadas de 1960 y 1970.
“En la crítica cinematográfica debes evaluar las películas antes de que se estrenen y no puedes decir mucho, porque sino te acaban los lectores, que te acusan de decir spoilers (dar datos de una película o una serie antes de que se haga pública su exhibición). En la televisión, la crítica se escribe a partir de que todos ya hemos visto el nuevo capítulo, por lo que no debes ocultar nada”, plantea Scott, quien publicó su primer libro en 2010: Sanctuary.
La televisión estadounidense “se toma cada vez más en serio a sí misma y es más ambiciosa que antes”. Da como ejemplos series icónicas como Los Sopranos (1999-2007) y Mad Men (2007-2015), programas que “se plantean y se presentan como si fueran una película de una hora de duración, con buenos diálogos, buenas actuaciones y una buena fotografía, lo que no siempre pasa en el cine”.
Antes se consideraba una pena que un intérprete de cine con calibre se pasara a las filas de la pantalla chica. “Se pensaba que era un fracaso para una estrella”, y ahora se estima que es un ascenso, porque la televisión “te permite tomar riesgos que no siempre el cine te brinda”, comenta Scott, que llegó a la capital paisa con su segundo libro bajo el brazo: Better Living Through Criticism: How to Think About Art, Pleasure, Beauty, and Truth (2016).
TECNOLOGÍA
Sobre la tecnología, agradece que existen ahora muchas formas de recibir la opinión de los lectores. Antes llegaba a la redacción, ocasionalmente, una que otra carta de algún lector. Con la aparición de redes sociales como Facebook y Twitter el parecer de sus receptores no se deja esperar, y por cientos.
Entiende que la internet es como una guía, “pero no me parece tan eficiente como se cree. Es útil para investigar, es lo más cercano a tener una biblioteca a la mano, pero la internet no puede reemplazar la experiencia de leer una crítica”, manifiesta Scott, quien en el pasado laboró en medios como el New York Review, el Newsday y el New York Review of Books.
Antes de internet, indica, la crítica cinematográfica ayudaba al consumidor a saber sobre una película que llegaría a su ciudad en un mes o en un año o nunca.
Resalta que es la música la que ahora es capaz de sorprender al público, cuando un cantante saca un tema antes de la fecha estipulada o decide cantar en un sala pequeña. “Antes las películas salían primero en los festivales de cine, y podíamos hablar de ellas antes de que llegaran a salas. Ahora, de forma legal o no, pueden ver una película en cuestión de horas o días por internet”, plantea Scott, que considera como las mejores películas de todos los tiempos a El padrino, de Francis Ford Coppola, y La Dolce Vita, de Federico Fellini.