Desde Chance (2009, de Abner Benaim) no me había divertido tanto con una comedia panameña como Sin pepitas en la lengua (2018), una acertada producción que lleva a la risa sin necesidad del morbo o la vulgaridad.
Si bien es una reposición de la chilena Sin filtros, y aunque la mayoría de su base argumental se lo debe al largometraje sureño, en conjunto este remake supera al producto original porque es más osado, su ritmo es más trepidante y su puesta en escena es preciosa.
La película de Carlos y Juan Carlos García de Paredes sabe confrontar sin miedo a los vicios sociales (incluido todo el público).
Independencia
Toma partido por la independencia y la libertad de damas y caballeros; mientras ataca también al machismo, a la frivolidad tan normal en estos tiempos de rápida transformación de las comunicaciones y al prejuicio en contra de la experiencia que dan los años por encima de la efímera y popular juventud.
Esta valentía de sus planteamientos merece aplausos, porque pone en su sitio a esa parte de la sociedad que es conformista e hipócrita.
Sin pepitas en la lengua, desde la concepción de sus créditos, es simpática. Es rabiosamente generacional (los mayores de 35 años la adorarán) y cuestiona cuánto tienen de vanidosos y egocéntricos aquellos que recrean sus vidas felices a través de las redes sociales.
Liberación
Su argumento, y su personaje central, la atribulada publicista Isa Montero (magistral la actriz Ash Olivera), es una reivindicación a favor de la mujer adulta, que no depende del hombre para seguir adelante, aunque esto no se traduce en que su trama rechaza en pleno al sector masculino, sino que desea ser comprendida como ser humano y no sufrir de los estereotipos: si no se casa está incompleta, que si está enojada es porque tiene la regla y si la abandona el novio se vuelven histéricas de forma permanente.
Desde la exageración típica de la comedia, Sin pepitas en la lengua muestra a un porcentaje de los hombres como personas escasas de inteligencia emocional, esos individuos inmaduros que nunca crecen, como queda retratado en Antonio, el vago novio de Isa; en Gabriel, el pusilánime ex novio de la protagonista; en Bicho, el fiestero de su vecino; en Pablo, el hedonista dueño de una empresa publicitaria donde labora Isa desde casi 14 años y a miembros del área de salud que son irresponsables en sus labores.
Aunque también este largometraje pone énfasis en el comportamiento de algunas damas: la hermana de Isa que solo respira para satisfacer a su gato, la mejor amiga que está obsesionada con el novio que la abandonó hace seis meses, la novia de su ex pareja que le importa más su gran fiesta de bodas que ser feliz y una joven insensata que está convencida de que tener pocos años es una virtud.
La existencia de Isa parece idílica dentro de los parámetros occidentales del presente: tiene trabajo y carro, es profesional, tiene su propio apartamento y tiene una relación amorosa estable.
Aunque, en el fondo, Isa está en medio de un desastre que la lleva a la depresión, a la ira y a dormir pocas horas: su automóvil no tiene aire acondicionado, el tráfico de la ciudad de Panamá es un infierno, su novio es un bueno para nada, su empleador la desprecia porque es supuestamente vieja (solo tiene 37 años), y encima debe soportar los piropos de trabajadores de la construcción que tienen la educación debajo de las uñas y debe sortear una sociedad que reverencia hasta los niveles del asco a los likes, los me gusta, a los influenciadores cibernéticos que nadie mide si en verdad convencen a las masas y el apego enfermizo a las redes sociales.
¿La solución? Isa se atreve a ser sincera y decirle la verdad a todos en su cara. Una liberación absoluta.