La construcción de la identidad

La construcción de la identidad


En 1903, Panamá era una República esencialmente rural, despoblada y analfabeta. Tenía una densidad de población de cuatro habitantes por km2; el 80% de sus habitantes dispersos y aislados en el medio rural; con 72 latifundistas que acaparaban seis de los ocho millones de hectáreas del territorio nacional, con un sistema feudal y precapitalista enquistado en el interior, sin caminos ni vías de penetración, ni escuelas u hospitales, con una población enferma de uncinariasis (infección producida por parásitos adquiridos generalmente por contacto -pies descalzos- que provoca anemia y otros malestares) y por lo tanto, escasamente productiva. Parecía un escenario poco propicio para la construcción de la identidad nacional.

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La construcción de la identidad

Como si fuera poco, el acelerado proceso de extranjerización provocó que hacia 1911, uno de cada cuatro habitantes de la República y uno de cada dos del área metropolitana fuera extranjero.

La élite política y los intelectuales encandilados por la imagen democrática y progresista de Estados Unidos rescataron el modelo de democracia-pragmática para imponerlo en Panamá, pese a las marcadas diferencias existentes entre ambas sociedades.

En la década de 1920, Acción Comunal proclamaba la “idiotez budista” de imitar a los norteamericanos y “proponerlos como modelos”, “patrón y dechado de cultura, arte y ciencia, según el cual deben desenvolverse las repúblicas... para poder figurar en el concierto de los pueblos civilizados”.

De manera que construir la identidad en aquel Estado donde se pensaba que todo lo bueno venía del extranjero, era hasta cierto punto un contrasentido y una tarea compleja, máxime si la élite se sentía más cerca de los extranjeros blancos “civilizados” que de las castas urbanas o de los campesinos, y ni qué hablar de los indígenas. Entretanto, en aquel universo de desencuentros, la gente del interior satanizaba a la ciudad cosmopolita, cuna de todos los vicios y pecados, “chomba” y devoradora de virtudes.

En este complicado escenario, los dos grandes retos eran: garantizar la legitimidad y construir la identidad panameña. La legitimidad se encontraba permanentemente amenazada no solo desde el exterior por los cuestionamientos sobre el origen espurio de la República y el protectorado de facto impuesto por Estados Unidos, sino también desde dentro por las críticas de figuras como Óscar Terán, quien se refería a la “advenediza y apenas biche [madura] nacionalidad”. En cuanto a la identidad, queda claro que, excepto los habitantes de la capital, nadie se reconocía panameño, pues se era ocueño, santeño, chiricano, etc. Es más, para la mayoría de los habitantes de la ciudad-arrabal y del interior lo que importaba no era el Estado ni la República, de la que en ocasiones no tenían noticias, sino “la comunidad vivida”, la localidad.

Todo parece indicar que en medio de esta trama, los gobernantes no fueron conscientes de la Babel que se consolidaba ante sus ojos e insistieron en construir una República europea en medio de la más asombrosa diversidad cultural. De manera que el proyecto de un Estado nacional en el primer momento republicano fue otro de los tantos “artificios de la élite inherentes a la cultura urbana vinculada con la gran tradición europea” y estadounidense, divorciado completamente del resto de la sociedad, como estudió Eric Van Young para México. El Estado oligárquico que se organizó como resultado de esta situación, produjo que la democracia fuese más una pantomima que una realidad, mientras los habitantes de la “ciudad letrada” se disputaban el poder y manejaban hábilmente a los grupos subalternos para su propio beneficio, en tanto que en el interior feudal, los patrones establecían las consignas. La representatividad política fue minúscula por esta época, porque aunque, en teoría, la plataforma de votantes se expandió gracias al número de personas que detentaban la ciudadanía, lo cierto es que en la práctica, la gran mayoría de los panameños permaneció en la penumbra política o se convirtió en clientela. Por otra parte, hay que tener en cuenta que fue la “ciudad letrada”, comandada por su élite cosmopolita, la que se erigió en cimiento y centro del Estado nacional, legitimado por el gran proyecto republicano que fue –y sigue siendo- el Canal Interoceánico.

Orden, trabajo y progreso fueron las consignas del Estado nacional moderno, para lo cual se recurrió a la organización y expansión de un sistema de instrucción pública “moderno” que, unido a la construcción de caminos y puentes que vincularan el territorio, al saneamiento del interior del país para combatir la indolencia mórbida y a la consolidación de la pequeña propiedad rural, fueron los cimientos del proceso de nacionalización de Panamá.

La educación cargó con la responsabilidad de construir el sentimiento nacional sobre la base de la homogenización de la población. La escuela republicana ambicionaba cimentar la representación de la nación, formar buenos ciudadanos, forjar una identidad común, despertar el amor a la patria y la lealtad al nuevo Estado.

Para lograr que los habitantes de la república-mosaico se sintieran panameños se necesitaba producir una simbología (conjunto de símbolos) exclusiva de la patria, esos artefactos nacionales que la escuela debía transmitir e imponer como las representaciones tangibles del Estado y que desembocarían en el reconocimiento colectivo de la República como la patria amada y venerada por todos los panameños. Es lo que Alan Knight denomina “el proceso de nacionalización de la población”, que es inseparable del proceso de formación del Estado Nacional.

FUENTES

Editor: Ricardo López Arias

Autor: Patricia Pizzurno, profesora de Historia de la Universidad de Panamá

Fotografía: Carlos Endara. Colección RLA/AVSU

Comentarios: raíces@prensa.com

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