En nuestra pequeña playa en Farallón, al final de la calle, todo bien: ni una gota de agua de lluvia y, al entrar el día, el sol salió con todo. La tormentosa nube se desintegró, convirtiéndose en pedacitos de algodón sobre un cielo azul. Un día perfecto, tumbado en las hamacas bajo la sombra de palmeras.
La gente del pueblo es amable, todos dan los buenos días y los niños están apurados porque les tomen fotos. Las casas, algunas sobre pilotes, son coloridas, rodeadas de arena, árboles de mangle, mientras que gallos de pelea dan vueltas alrededor.
Mientras se pasaba el día, poco a poco llegaba el público a nuestro pequeño paraíso. Algunos eran locales, otros de afuera y había uno que otro extranjero pasadito de tragos y conversón escapado del gran hotel vecino.
El almuerzo fue una revitalizante cazuela de mariscos, condimentada con una cabeza de langosta y acompañada de pan fresco humedecido ligeramente con aceite de oliva, ajo y orégano.
A las 5:00 p.m. emprendimos nuestro viaje de regreso. Caminamos un rato hasta que otro busito de la ruta Farallón-Penonomé nos llevó hasta la Interamericana por 25 centavos. Desde allí hasta la ciudad de Panamá llegamos pidiendo lift a un camión.