Situado en una de las pocas casitas de madera que restan en San Francisco, El Changarro lleva ya varios años de estar sirviendo comida mexicana.
En una época escuché buenas cosas de ella, pero no recientemente, razón por la cual no nos quisimos comprometer con ningún plato fuerte y decidimos picar, por lo que pedimos para empezar el “Especial don Pancho”, que traía frijoles refritos, totopos, chilaquiles, además de un taco, un burrito, una flauta, una quesadilla y una enchilada.
A fin de equilibrar la orden, preguntamos de qué venían rellenos, p.e., el taco, el burrito y la flauta, y la respuesta que recibimos fue “vienen variadas”.
“¿Y no se puede saber qué trae dentro cada una?”. “Vienen variadas”. Me recordó al robot de Perdidos en el Espacio con su “no es computable”.
Pusieron un bol de pico de gallo en la mesa y un pocillo de picante, que fue lo único que tuvimos para aliñar los cilindros misteriosos: la enchilada vino con salsita roja, y el taco con pollo adentro: pero nunca pudimos diferenciar entre el relleno del burrito, el taco y la flauta.
Además de eso, pedimos el queso fundido. Al fin y al cabo, ¿cómo dañar un simple queso fundido?
La respuesta fue aparente. El queso que burbujeaba en el pocillo de barro no era ni de asadero, ni de Oaxaca, ni del blanco sustituible con mozarella, ni siquiera mozarella. Era una versión albina del más ordinario processed cheese product, que de queso tiene solo el nombre y jamás pasó por una ubre.
Esto lo comprobamos con los nachos mixtos (res, cerdo, pollo, chorizo) que traían un triangulito blanco mucilaginoso encima.
Lo único decentón de toda la comida fueron unos tacos de cerdo al pastor, bien adobados con piña y cilantro.
Tienen jugos, sodas, cervezas y bar completo. ¡Ah! Y un anaquel de botellas de vino… vacías. Dixit