La destreza de los lancheros hace que el bote se balancee sobre las olas, y el viaje de tres horas, desde el puerto de Coquira, en Chepo, sea llevadero.
El paisaje antes de llegar a Majé es una sucesión de olas, y una coreografía de pelícanos y gaviotas acechando a los inquilinos del mar. A lo lejos, un muro verde que cada vez se ve más cerca, muestra una entrada al cauce del río Majé; ahí se refleja toda la riqueza del lugar.
Al llegar, los niños son los que dan la bienvenida. Mientras ellos juegan frente a sus casas, los adultos hablan de sus problemas: la tala ilegal del cocobolo y la urgencia por contar con el título de tierra colectiva.
“Necesitamos pronto una respuesta, llevamos 50 años de lucha. Todos estos años que están pasando y no sucede nada”, traduce Lissette, una joven wounaan, las palabras que el cacique Ángel Pizarro pronuncia en su lengua wounaan meu.
Se está desarrollando el Congreso Regional Extraordinario Pueblo Wounaan, y su principal preocupación ocupa la primera parte de la reunión de la comunidad. Son las invasiones, y la tala, que acaba con su materia prima para hacer artesanías, una de sus fuentes de ingreso.
La de Majé es una de las 17 comunidades que quedaron fuera de la comarca Emberá Wounaan. Los pobladores de esta luchan por defender su tierra y su cultura.
Las mujeres wounaan llevan paruma (especie de falda), aretes, así como collares de plata y chaquiras, pero Julia Velásquez Runk se distingue entre la gente por sus rasgos y el color de su piel. La antropóloga de la Universidad de Georgia, Estados Unidos (EU), es una vieja conocida de la comunidad wounaan de Majé, en Panamá este.
Desde el año 2000 empezó a estudiar a la comunidad, cuando hizo una investigación sobre la relación de los bosques con la cultura indígena, y continuó estudiando la lengua wounaan meu, en un proyecto lingüístico llamado “Tradición oral wounaan” que trabajó en conjunto con el Congreso Nacional del Pueblo Wounaan, la Fundación para el Desarrollo del Pueblo Wounaan y las universidades de Georgia y Arizona de EU, y que fue presentado en febrero de este año.
El proyecto recoge unos 300 cuentos de la tradición oral wounaan, cuyas grabaciones reposan en la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero y en el Archivo de Idiomas Indígenas de América Latina.
Después de más de una década, Julia le ha tomado cariño a la comunidad de cuya lengua materna conoce varias palabras. Le gusta cómo viven y explica que las comunidades wounaan están enmarcadas en el río. “Ellos saben dónde vivir, saben dónde hay menos peligros”, comenta, además de que “son buena gente” y “aquí es muy tranquilo”.
No obstante, una comunidad tranquila como esa también se agita ante sus problemas.
INVASORES Y TALA ILEGAL
Del mismo cuerpo de donde brotan sonrisas y se refleja amabilidad, sale bravura. Los wounaan dicen estar cansados de las promesas y que nadie les cumpla. Lo que quieren es un título de tierra colectiva con el cual defenderse de los invasores.
“Ya no queremos esperar hasta mayo. No sabemos si van a morir nuestros amigos, porque ya han amenazado a nuestros dirigentes”, le dice en lengua wounaan Lecto Mejía, ex presidente del congreso Wounaan, a Pedro Sittón, representante de la Anati, presente en la reunión.
Sittón les pide que esperen un poco más, “son varias las comunidades que tenemos que visitar y no quiero prometerles algo que no les pueda cumplir”.
La comunidad se impacienta esperando una inspección, que es parte del procedimiento para la adjudicación de la propiedad colectiva de tierra de los pueblos indígenas que no están dentro de las comarcas, establecido por la Ley 72 de 2008.
A la comunidad le preocupan los enfrentamientos entre colonos e indígenas y la tala ilegal del cocobolo.
Aunque no hay cifras precisas de cuántas denuncias por tala ilegal existen hasta el momento, Glenon Álvarez, director regional del ahora Ministerio del Ambiente, para Panamá este, admite que “hay muchas”, y aunque intentan darle atención a todas, muchas veces no se dan abasto.
“El territorio es amplio, hay poco personal y nos estamos apoyando con otras provincias. Sin embargo, sabemos que es una tarea difícil porque las personas están acostumbradas a realizar estas actividades y tenemos que trabajar muy duro para poder controlarlo”, expresa.
Son tres las personas que trabajan en estos casos y ahora, como parte de un operativo suman 10, pero son 6 mil 400 kilómetros cuadrados los que componen el área propensa a la tala. Son principalmente áreas indígenas: Majé, Majé cabecera, Majé cordillera, Pava, Pavita, Chimán y Platanares, según Álvarez, quien afirma que se están levantando procesos de investigación.
El congreso le da un voto de confianza al gobierno, pero se mantiene alerta. Están dispuestos a todo por defender su tierra.
FIGURAS DE LA NATURALEZA
En un paisaje en donde predominan los colores de la tierra tanto en el suelo como en las casas de madera, las parumas (las faldas que llevan las wounaan) tendidas debajo de algunas casas componen cuadros naturales llenos de contraste.
Las parumas son parte del vestido típico de las mujeres, y se complementan con collares de chaquira y monedas, así como la pintura de jagua en el cuerpo, aunque usualmente –por la influencia occidental– no se les ve así en la comunidad.
Uno de los pocos momentos en que lucen el atuendo tradicional, según cuentan, es en el congreso anual de la comunidad, que concluye con danzas. Sus bailes, de origen religioso, imitan los movimientos de animales como el ñeque, el pelícano, el gallote o la gaviota.
Pareciera que la naturaleza les hablara, y ellos replican ese diálogo también en sus artesanías.
Por generaciones, los wounaan han aprendido a tallar el cocobolo (Dalbergia retusa), un árbol que se demora entre 30 y 40 años en tener un corazón duro que se pueda tallar.
Jackson Membache, de 25 años, empezó a hacerlo cuando tenía 15. Aprendió de su papá, y con el paso del tiempo solo busca ser mejor. Ahora le dedica ocho horas diarias a las esculturas de madera. Tiene terminada la de una rana sobre una hoja, y aún le faltan dos semanas para terminar la de un águila harpía.
Su esposa, Celibeth Chaucarama, teje cestas con paja de chunga (Astrocaryum standleyanum) desde los 12 años. Siguió el ejemplo de su mamá, y asegura que todas las mujeres de la comunidad saben hacerlas “porque es parte de nuestra cultura”. En sus manos sostiene seis meses de trabajo en forma de una cesta blanca con unas huellas felinas tejidas con otro tipo de paja negra. Si trabaja todos los días, en seis meses más la habrá terminado para poder venderla en unos 500 dólares.
Los wounaan comprenden el lenguaje de la naturaleza y cómo sacar provecho de ella. Llevan esa cultura tallada en el corazón.