Para endulzar la limonada, hacer pesada de nance e incluso para darle el toque dulce al café, muchos panameños prefieren la tradicional raspadura.
Un bocado que nace de la caña de azúcar, en un proceso artesanal y natural, sin pizca de químicos. Al menos así la producen los campesinos del interior del país que tienen sus parcelas de cañas en el patio de sus viviendas o en áreas próximas a los ríos.
La mayoría de los campesinos que se dedican a esta labor han heredado el oficio y conocimientos de sus abuelos y lo consideran como tradición familiar.
Elaboración
Algunos de los rincones claves de Panamá donde se "fabrica" esta vianda son comunidades en Chiriquí y varios puntos de las provincias centrales, como Los Uveros, en Penonomé, Coclé, en donde reside Agustín Quirós, de 75 años, quien se inició en esta tarea desde que era niño. Su papá le enseñó todo acerca de la elaboración de la panela, como también se le denomina a este manjar.
No es un trabajo fácil y la producción de caña "no está saliendo buena", apunta Quirós mientras limpia sus manos, pues solo han pasado 15 minutos desde que sacó un pedido de raspadura.
La caña desde hace dos años se está secando, asegura sentado en un viejo banco de madera, abanicando con su sombrero el humo que aún sale del horno y que golpea su rostro.
Por eso Quirós ya no muele caña como antes; ahora solo lo hace cuando le hacen pedidos, indica al tiempo que se dispone a lavar el “fondo”, como le dice a la paila donde cocinaron el jugo de caña.
En efecto, hacer raspadura es un trabajo difícil y ya no se produce como antes, reitera Pedro Gil Sánchez, un trapichero que ha dedicado 25 de sus 45 años a esta labor, también en Los Uveros. Antes molía todos lo días, ahora dos o tres veces a la semana, cuenta.
Al referirse al proceso de elaboración, advierten que hay que tener experiencia, pues no cualquiera conoce los detalles exactos para lograr un buen producto.
Es un trabajo que se empieza un día antes, cuando se concentran en ir a cortar la caña, relata sentado en una hamaca, mirando al caballo que pone en marcha su trapiche.
No hay duda de que la labor de la producción es "desgastante", a pesar de que ahora las horas de trabajo se reducen porque hay trapiches a motor, dice Emiliano Rojas, quien vive en el pueblo de Bella Vista, en Coclé.
Faena detrás de la popular raspadura
Eran las 6:00 a.m., el sol despertaba lentamente. El pueblo estaba tranquilo; solo se escuchaba el cantar de los pájaros y el sonido de las ramas de los árboles que se abrazaban por la ligera brisa.
En ese momento, Emiliano Rojas, de 35 años, ya estaba listo para empezar la faena de la producción de la raspadura que desde hace 20 años aprendió con su papá, Emiliano Rojas Silva.
En una esquina del patio trasero de su casa, en la comunidad de Bella Vista, en Penonomé, Coclé, se encontraba el trapiche a motor mientras que en otro extremo estaba otro trapiche, de esos que se ponen en marcha con el andar de un caballo.
Proceso
La tarea se inicia cuando Rojas introduce caña por caña en aquel trapiche ruidoso y poco a poco va saliendo el oscuro jugo que cae en dos tanques amarillos. Unos 45 minutos después, el líquido estaba listo para ir a la paila y empezar a hervir. El humo no daba tregua.
Rojas, con mecedor en mano, revolvía el jugo con el fogón en pleno apogeo y en ese líquido se veía pasar un mazo de guásimo.
Según la tradición de esta familia, estas ramas al ser golpeadas sueltan una sustancia melcocha, que limpia la espuma que arroja la caña al hervir, comparte Rojas Silva, de 72 años.
En efecto, cuando llegó al punto de ebullición, con el colador se dispuso a sacar toda esa espuma oscura que subía sin cesar. Poco a poco y con el transcurrir de la mañana soleada va aclarando el jugo. El guásimo hacía bien su tarea.
Transcurrieron dos horas de estar en el fogón, cuando aquel líquido empezó a tomar una consistencia de miel. "Ya casi va estando", exclama Rojas Silva.
La faena de revolver con el mecedor continuaba y así mismo aquel líquido que en un inicio casi llenaba la paila, menguaba. El olor a caña dejaba una estela firme.
Los minutos pasaban. Rojas le rociaba un poco de agua de coco natural al jugo, pues le ayudará para que tenga el punto de secado. Y siguen batiendo, pues la señal era cuando llegara al punto de melcocha.
Luego busca una totuma, le echa un poco de agua, le deja caer una gota de jugo de caña, introduce su mano y dice: "ya se puede bajar, la gota se puso dura", explica.
Bajan la paila. Toma el mecedor y deja correr por el extremo de la paila un poco de líquido de caña, a la espera de que este seque, pues ese es el momento cumbre para depositarlo en los moldes. Eran las 9:10 a.m. y Rojas, con el sudor corriendo por su frente, dice que ya está listo.
Los moldes de madera previamente humedecidos para que la mezcla no se pegue a la madera, estaban preparados para recibir la melcocha. Con un envase de metal llenan los moldes. A los 20 minutos la raspadura estaba lista.
En el mercado
Luego del arduo proceso, que no difiere entre los trapicheros, llega la hora de vender para lograr el sustento diario. Rojas señala que por día muelen hasta llenar cuatro tanques de jugo para ganar alrededor de 30 dólares. Producen raspadura tres veces por semana.
Mientras que Agustín Quirós, de 75 años, de Los Uveros, en Coclé, produce uno o dos tanques al día y se gana 15 dólares.
En el mercado el costo de tres “tapitas” o piezas de raspadura oscila entre $1.25 y $1.50, pero los productores la venden al intermediario en $1.00.
La raspadura sigue siendo un bocado tradicional que a pesar de que ya se está importando y de que se encuentra empaquetada en algunos supermercados, los panameños siguen consumiendo el producto local, acotan los productores.