Unas pocas clases informales de arte fueron suficientes para desatar en Teresa Icaza un impulso creativo y autodidacta que le acompañó hasta el momento de su deceso, el pasado 6 de noviembre.
A sus 70 años, la artista dejó pendiente la culminación de entre cinco y seis cuadros.
Era un torbellino. Aplicó diferentes estilos y experimentó con diversas técnicas, desde la abstracción con la que dio comienzo su carrera formal, a las influencias literarias como lo fue Crónicas Marcianas, de Red Bradbury, que inspiró una serie que le llevó al que sería su gran tema: la naturaleza.
Tenía una particular forma de interpretar lo que percibía y su estado de ánimo se reflejaba en sus obras, sobre todo en el color; recuerda su hija, Irene González Icaza.
Una vez, durante la enfermedad de su padrastro, menciona Irene, los tonos de los cielos que pintaba su madre, generalmente de tonos vivos, comenzaron a ser predominados por los ocres y grises.
Hace una década le fue diagnosticado a la pintora artritis reumatoide. Irene señala que en un primer instante, el miedo de su madre era tener que renunciar al arte; pero no, hizo los ejercicios necesarios y siguió todos los tratamientos para no perder su independencia.
Siguió pintando, pero ya no en grandes formatos de 50 pulgadas, sino en algunos más accesibles, pues nunca usó un caballete.
Continuó pintando y viviendo en su casa de Bella Vista hasta el pasado año.
Hace unos días, su vida se apagó producto de un infarto. En su sepelio hubo mariachis, pero, aun así seguro no estará tranquila, piensa Irene.
“Seguro que está con el Señor peleándose la paleta de colores para ver cómo cambia amaneceres y atardeceres”.
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