Era noviembre. En el mercado de Penonomé, el ambiente era de jolgorio patrio, mientras nosotros buscábamos los buses de la ruta Chiguirí Arriba. El autobús era un camión modificado, llamado "gallinera", con el vagón recubierto de madera. Por suerte, el "chof" nos cedió el puesto junto a él en la cabina, con aire acondicionado. De vez en cuando, se escuchaba un golpe en la parte de atrás de alguien que pedía "la parada". Pero, a veces, el "chof" no hacía caso.
"¿Por qué a veces sí y otras no?", le pregunté. "Es que quieren que pare para comprar cerveza", contestó. "La vez pasada, en otra chiva hasta el ‘chof’ iba juma’o y al barranco fueron a dar… ¡esa chiva ‘taba nuevecita!" Luego de una hora de viaje, nos bajamos en la posada Cerro La Vieja para la última comida "decente" antes de empezar con la dieta de espagueti instantáneo y tasajo. Finalizado el bufé, preguntamos sobre la cascada Tavidá.
"Son unos 20 minutos en carro", contestó la recepcionista. Mi mente, preocupada, empezó a calcular cuánto sería eso a pie. Otra "gallinera" nos salvó y, en poco tiempo, llegamos a la entrada del refugio de vida silvestre Tavidá. En el "rancho-cocina-comedero" nos esperaba Valerio, el encargado del refugio, que nos mostró la cabaña de dos pisos sobre una colina.
Abajo era abierta, con hamacas; arriba tenía el dormitorio, el baño y su balcón enmarcaba una impresionante vista de la cascada. A 10 dólares por día, por cama, no estaba nada mal. Tras instalarnos, bajamos por un sendero a ver la cascada de cerca. Mientras descendíamos, se sentía más y más la bruma que producía la caída de agua. Era como estar en un miniaguacero. Ya en el río, había que tener cuidado con las rocas resbaladizas. Pasado eso, nos dimos un refrescante baño al pie de más de 30 metros de cascada.
En media hora, el frío nos mandó fuera del agua. El resto de la tarde la pasamos en el rancho principal. Gracias a su cocina equipada con vasos, platos, calderos y un fogón a leña, cenamos. El aroma del café llenó el aire y nos quedamos echando cuentos con Valerio, mientras caía la noche. Ya en nuestra cabaña, sentados en el balcón, el singular aroma de las lámparas de querosén nos transportó al "tiempo de antes". En la oscuridad, la cascada era iluminada tenuemente por las estrellas.
Amaneció. Desayunamos y Valerio nos guió en una gira. Un mot-mot nos dio la bienvenida en la entrada del sendero con su radiante plumaje y peculiar cola. Seguimos río abajo hasta llegar a un lugar misterioso, donde el río doblaba abruptamente a la derecha. Había una pequeña cueva elevada en las rocas. Sus paredes estaban llenas de petroglifos. "Por aquí llegó un arqueólogo", comentó Valerio, "dice que esto es como un mapa usado por los indios que incluye hasta el Valle de Antón".
Cruzamos el río e iniciamos el ascenso, siguiendo la cerca de un potrero. Bordeamos un escalofriante precipicio y seguimos ascendiendo hasta llegar a la cima de la cascada. "Por aquí de vez en cuando se cae algún conejo pintao, mejor quítese las botas, que las medias agarran mejor", aconsejó Valerio. En mi mente comenzó a rodar esa parte de la película donde me resbalo y caigo al vacío. Con el corazón en la garganta, me asomé por el borde. La impresionante vista desde lo alto, opacó al vértigo que intentaba apoderarse de mi mente. Finalmente, regresamos a las cabañas, agotados, pero con ese rico sentimiento de haberlo logrado.