Todos conocemos a alguien así: personas que nos acusan, pero no al género humano en general, sino a nosotros mismos en particular, de acelerar el cambio climático y sus al parecer terribles consecuencias; suelen ser ecologistas radicales y rechazar, entre otros, lo que ellos llaman globalización.
Yo, sinceramente, no pierdo ni un minuto en rebatirles sus argumentos, y les dejo que sean felices, como parece, amargando al personal. Cambios climáticos ha habido siempre, planeta y hombre han de interactuar y éste es un mundo demasiado pequeño como para negar la “interinfluencia” de culturas, pueblos y modos de ser, también gastronómicos.
Parece que el comercio más antiguo del mundo fue el de la sal, que es el único mineral que tomamos tal cual. A partir de ahí, el comercio de alimentos básicos y menos básicos, como las especias, fue marcando hasta el mismísimo desarrollo del mundo. Y desde tiempos muy remotos, ningún pueblo se conformó con comer sólo lo que él mismo producía: la autarquía alimentaria es una utopía.
En el fondo, quienes despotrican contra este intercambio de productos alimentarios a escala mundial suelen ser gentes de visión muy corta que lo que de verdad tienen es pánico a tener que confrontar sus convicciones con las de los demás.