ELOGIO. El año pasado, mientras The New York Times cambiaba a su crítico gastronómico en jefe, William Grimes, pusieron de interim a Amanda Hesser; finalmente quedó a cargo de la columna Frank Bruni, ex corresponsal del rotativo en Italia. Observé con cierto asombro cómo los tres críticos, Grimes, Hesser y Bruni, en un espacio de tres meses, reseñaron al mismo restaurante, Masa. Se trata de uno de los japoneses más caros y exquisitos de Manhattan, y ninguno de ellos quiso dejar de probar sus manjares.
Así que con total desenfado concluí yo que, tratándose de los 20 años de 1985, tengo mucha mejor excusa que los tres duchos antedichos para volver al 1985 tan pronto después de mi segunda reseña, de 14 de julio de 2004. Como en la primera reseña de 1999 me dediqué a los clásicos del chef Willy Diggelman y en la segunda vuelta me volqué a las creaciones contemporáneas, en esta tercera, con mucha más parsimonia (que no hay que abusar tanto), Diggelman nos elaboró un menú que alternaba sus clásicos con sus platillos más modernos.
Una maravilla de la que pudimos disfrutar con el vino adecuado para cada estadio, ya que el chef cuenta con un dispensador de vinos que por algún artilugio gaseoso evita la oxidación del vino que queda en la botella, con lo que es fácil pedir vinos por copa sin temor de que salgan picados, y con lo que, si tú estás comiendo guabina y él cordero, no tienes por qué arruinar tu peje con su Shiraz, ni él su chivo con tu Albariño. Los precios por copa varían, desde $4 por un Torres Viña Sol hasta $27 por un Brunello; el markup es de aproximadamente 50% en comparación al precio de la botella, lo que es razonable y corresponde a las prácticas normales de este tipo. Comimos un menú prix fixe, que el chef configura alrededor de los $49, pero en que el comensal puede cambiar un plato por otro, con ciertos ajustes de precio (no puedes cambiar corvina por langosta sin que se refleje en la cuenta, vamos).
Empezamos con una ensalada de endibias fritas con mesclun, arugula, radicchio y un aderezo satisfactorio de besamela con anchoas, que acompañamos con un blend argentino de Sauvignon Blanc con Chardonnay muy ligero, perfecto para el platillo. Seguimos con una quiche de espinacas que Diggelman considera uno de los platos insignes de su restaurante, desde su inicio.
La costra sigue firme pero perfecta al diente, el relleno equilibra perfectamente los sabores de las espinacas, hongos, huevos y Emmenthal, y la exquisita salsa rosé no hace más que sacar a relucir las posibilidades de pocos ingredientes, bien usados. Lo acompañamos del mismo blanco, aunque se puede beber con otros vinos de más linaje o intensidad. Seguimos con unas exquisitas conchuelas al beurre blanc con jengibre, representativo de cómo el uso de un ingrediente transforma una salsa clásica como la mantequilla blanca.
Cambiamos a un rosé a base de garnacha, un Don Jacobo que fue de maravilla con la corvina con salsa de espinacas que nos ofreció el chef, otro de sus clásicos. Probamos un conejo relleno de alcachofas, un puré exquisito con el sabor justo y necesario para no opacar al de la carne del conejo, que estaba tiernísimo; con un demiglace de ternera con hongos portobelos que estaba maravillosa y, por supuesto, las papitas que no perdono jamás donde Diggelman. Esto lo aprovechamos con un Pinot Noir Cuvaison de 1999. De postre, un soufflé al Grand Marnier, que con su buen remojo en sauce anglaise nos cayó de perlas. Dixit.
Restaurante 1985