Giordano Bruno no creía en el poder del Papa, renegaba de la Iglesia pero amaba a Dios.
Él al igual que la orden militar religiosa de los Templarios, compartieron el mismo trágico destino y la misma gloria póstuma con casi 300 años de diferencia. Ambos fueron a la hoguera por orden de un papa Clemente; los Templarios, por Clemente V, y Giordano por Clemente VIII. El valor demostrado fue el mismo: no se arrepintieron, fueron acusadores hasta el último aliento.
A Bruno le tocó compartir otro trágico honor: el mismo cardenal que presidió el Tribunal de la Inquisición que lo juzgó y condenó, fue el mismo que presidió el Tribunal que condenó a Galileo: el Cardenal Roberto Bellarmino, el que en 1930 fue canonizado por ser un hombre muy bondadoso.
El 9 de junio de 1889, se erigió en la misma plaza Fiori en donde Bruno da el paso a la inmortalidad, una estatua de bronce de más de ocho metros de alto, en la cual Bruno está representado por un sacerdote con su hábito y un libro en la mano, dando un paso al frente y con el rostro mirando al infinito en donde se dejó grabado para la posteridad la frase que le hace justicia: "A Giordano Bruno; el siglo que él anticipó".
Este filósofo nació, vivió y desarrolló su pensamiento con 250 años de anticipación. ¿Cómo imaginarse que la Iglesia y la ciencia del siglo XVI pudiesen pensar en átomos, en el universo infinito, en la transformación permanente de la naturaleza, en la libertad de pensamiento y de religión, en que la Tierra no era el centro del Universo y que el mundo no era plano?
A pesar que su crimen no se justifica, Giordano Bruno, el forastero del Universo, nació en el siglo equivocado.