Solitaria en la llanura, en las afueras del pequeño pueblo de Russellville, Missouri (Estados Unidos) y acompañada solo por un viejo granero, está la casa de Ruth, heredada hace años de sus padres y donde se crió con sus dos hermanas.
La mayor de ellas vive en St. Louis; la que le sigue crió a su hijo en Panamá; y el menor, es hoy día un exitoso empresario.
Sus vecinos viven tan lejos, que no se ven sus casas. Más abajo, un lago artificial que antes rebosaba con enormes peces gato, hoy está infestado de tortugas mordedoras. Del otro lado de la quebrada está el ganado, los “red Devons”, una raza casi extinta, desplazada por la alteración genética. Más arriba está una porqueriza, a un costado de donde esquilman a las ovejas.
Mientras caminábamos, dos majestuosos caballos se acercaron, como salidos de un comercial de Marlboro. “Vienen en busca de esto”, dijo Ruth, sacando un puñado de lo que parecía ser comida de perro. “Mi vecino los usaba como caba- llos de trabajo, pero como se lastimaron las patas los iban a sacrificar. Los rescaté y los traje, aquí no tienen que trabajar”.
En la granja la única carne que se produce es la de cerdo. Los demás animales son criados prácticamente como mascotas.
Con la noche llegó la cena: emparedados de tocino, tomates frescos y lechuga crujiente, acompañados de melocotones cultivados por menonitas.
No hay electricidad, sino lámparas de querosene, que iluminan con una tenue luz las antigüedades del lugar, en especial la sala y los troncos de la construcción original. Era como estar en “la casita de la pradera” donde vivía Laura Ingalls y su familia.
Al día siguiente nos despedimos y Ruth nos regaló una tira de chorizo “para llevar”. Cuando ese puerco tocó el sartén, fue un boleto directo a la gloria.
