Tres miembros del Club Excursionistas del Istmo viajamos a Perú en busca de aventuras.
Esta fue la primera de muchas caminatas. Desde Huaraz, a unas ocho horas de Lima, abordamos un transporte público hasta Llupa, donde iniciamos la caminata que nos permitiría aclimatarnos a las montañas.
Acompañados de dos norteamericanos y cuatro jóvenes de Cataluña, subimos por el escarpado sendero que nos llevaría al lago Churup, a unos 4 mil 500 metros sobre el nivel del mar.
El sendero se empinaba poco a poco, las viviendas quedaban atrás y se nos perdían de vista. Después de horas caminando los pies me pesaban como rocas y mi cabeza parecía flotar por el mareo.
Nos mantenía en pie el impresionante paisaje, las ganas de llegar a la cima y las hojas de coca que nos habían dado para masticar.
Tras cinco horas de caminata, la cima nos alivió. El silencio que acompaña la exuberante belleza del nevado y la tranquilidad del lago invitaban a meditar.
El descenso fue más rápido. Al llegar al punto de espera del transporte, faltaba uno. Me ofrecí a buscarlo. Después de media hora, la búsqueda era infructuosa y decido regresar.
En el camino encontré a unos campesinos que arreaban un rebaño de ovejas con crías y algunos toros. Temí ser embestido y caer en el precipicio.
Me adelanto al rebaño con rapidez. Los campesinos empiezan a gritar y entonces recibo un golpe por detrás. Era una oveja. El animal lanudo me inspiró ternura. Tal ataque me causó gracia.
Siguiendo los consejos de algún programa de Discovery Channel, decido enfrentarme al lanudo agresor: levanto las manos y gruño, para aparentar ser un gran oso feroz. Error.
Eso solo aumentó la furia de la oveja, que se levantó en sus patas traseras y dejó caer todo su peso sobre mi muslo izquierdo. ¡A correr!
Cojo, bajo hacia donde esperaban el transporte. El compañero extraviado apareció una hora después. Su demora la había provocado el mal de altura.
El dolor me dejó en cama durante toda la noche y el día siguiente. Por suerte, me acompañaba el recuerdo del lago Churup.
