Como profesor de teatro en Inglaterra, estaba en constante conflicto con las nuevas tendencias del performance y posmodernismo que limitan innecesariamente el rol del texto en el espacio teatral. O aún peor, luchaba para que la insistencia de mostrar al público el proceso teatral en escena no eliminara la función principal de cualquier propuesta artística, la comunicación entre seres humanos.
A mi parecer, estas tendencias, mal ejecutadas, alienan aún más al público del espacio teatral e incrementa las ya muy universales tendencias incestuosas del mundo artístico. Fue para mí entonces una grata sorpresa y un gran alivio encontrarme en Panamá una obra de teatro que logra integrar poderosamente texto, proceso, y mucha sensualidad. Los ciegos, en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) hasta el 28 de octubre, es una poderosa analogía de la apatía humana. Y, bajo la acertada dirección de Carlos Algecira, es un deleite para los sentidos.
La trama es simple. Ocho ciegos, en una isla, son aparentemente abandonados por su guía y esperan su regreso. Desde el principio de la obra, esta espera es asfixiantemente estática. A pesar de que muchos de ellos son capaces de determinar qué hacer para comenzar a resolver su suplicio, son incapaces de tomar el primer paso. Sentados haciendo conjeturas sobre su dónde y por qué y sin atreverse a inclinar el cuerpo para hacer contacto con sus compañeros, los ocho ciegos me recordaron cómo mi propia obsesión de quejarme por Twitter y Facebook es casi siempre acompañada por mi falta de coraje de tomar el primer paso para mejorar mi entorno.
Aunque la obra del ganador del Nobel de 1911, Maurice Maeterlinck, explora con gran poder los matices de la naturaleza humana, esta propuesta no solo busca hacernos reflexionar sobre nuestro propio dónde y por qué. Como lo describen los productores de la obra, esta no es una puesta en escena de Los Ciegos; es una instalación viva.
El uso del MAC no es entonces una manera vacua de unirse a la tendencia teatral de utilizar espacios alternativos. El MAC es esencial para la puesta en escena. Mientras esperaba el comienzo de la obra, caminaba por las salas del MAC, pensaba en cuan conservadoras son la mayoría de sus exhibiciones, haciendo honor a su nombre de museo. Pero tomando este pequeño paso de presentar una obra aparentemente conservadora, pero profundamente revolucionaria, el MAC nos muestra su potencial como espacio artístico disruptivo.
La muy sensual propuesta de Carlos Algecira utiliza los amplios espacios del MAC para que el público sea recibido y luego despedido por una exhibición de ocho actores en escena, en personaje, inamovibles, pero transportadores. El diseño de luces no nos permite distinguir en detalle ni las caras ni los gestos de los personajes. En su lugar, el uso de sombras, azules tenues y apagones añade peso a parlamentos como “siento en las manos la luz de la luna”.
Carlos Algecira encuentra la energía del teatro estático en la sensualidad. El limitado movimiento físico que ocurre en esta instalación se siente en la nuca y te recorre todo el cuerpo, más nunca se sabe con certeza si ocurrió. Los llantos y queja del personaje de la “vieja loca” que además de ciega es sorda (interpretado por Mariela Aragón Chanis) no se entienden en detalle, pero se sienten y conmueven poderosamente.
La experiencia de Los Ciegos hay que vivirla para entenderla. Entre textos, imágenes, y luces llenas de símbolos, esta instalación viva nos invita a usar todos nuestros sentidos e involucrarnos en esta muy humana propuesta artística.