Lo que a Bárbara Wilson le gustaba del jazz era la libertad para improvisar, lo que podía hacer con su voz. Magia. Todo lo aprendió de oído, heredado de su padre, Ashton Brooks, tenor radicado en Estados Unidos. Su madre murió cuando ella aún era muy pequeña. La crió su abuela y ella misma fue una abuela fenomenal. A diferencia de la tumultuosa vida que tuvieron las cantantes que admiró, la panameña originaria de Colón fue una mujer tranquila, centrada en su familia, compañera en las buenas y en las malas. No tomaba ni fumaba.
Una noche, después de cantar con el trío de Fidel Morales (con quien trabajó hasta sus últimos días) "como una diosa, como siempre", comenta el baterista radicado en Puerto Rico, "me llamó para pedirme disculpas por una nota que según ella no le había quedado bien. Yo solo le respondí: Créeme, tú nunca te desafinas".
La conexión que tenía con los músicos que la acompañaban era casi esotérica, "se sentía la energía", cuenta Ricky Staple, baterista de Jazz Effects, banda con la que Bárbara se presentó por más de una década.
"Nos mirábamos y ya sabíamos lo que íbamos a tocar, lo que cada uno iba a hacer".
Bárbara también colaboró con Víctor "Vitín" Paz, Carlos Garnett, Víctor Boa, Jimmy Maxwell, Dino Nugget, Marcos Barraza, Walter Smith, Fred Burnham, Kike Fábrega y Reggie Boyce, entre muchos, muchos otros.
Su sueño era grabar un CD que llevara su nombre.
Lo poco que hay registrado es su trabajo en un disco de Staple y una compilación de grabaciones de sus presentaciones en televisión, radio y clubes, que su familia logró recuperar.
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Bárbara nunca pidió, nunca exigió. De diva, nada. Para ella el reconocimiento debía ser algo natural. Pero no sucedió. Acaso palmadas en el hombro.
Se consideraba muy afortunada eso sí. Lo importante, para ella: una familia que la adora, amigos que no dejan de recordarla y esta semana un gran homenaje, finalmente, en el mismo escenario que la presentó en su primera edición, el Panamá Jazz Festival.