Pasado el mediodía nos embarcamos hacia la comarca desde Isla Colón, sobre un mar Caribe relativamente tranquilo –aunque con ganas de ponerse violento-- y bajo un cielo gris.
“Organicé la gira para estas fechas porque supuestamente es verano acá, pero ya los septiembres no son iguales, el cambio climático es real, los que vivimos en la costa somos testigos de eso, nuestras playas están desapareciendo, muchos han perdido sus casas”, lamenta Felipe Baker, biólogo y activista ambiental oriundo de Río Caña y organizador del encuentro culinario.
Seguimos la inhóspita costa comarcal, tupida de exuberante vegetación, salpicada de islotes e impresionantes formaciones rocosas. Atrás, en el fondo, la monumental cordillera central.
Luego de un par de horas de viaje, realizamos la parada obligatoria en la exótica Isla Escudo de Veraguas o Degöboda, como la llaman los ngäbes por una desaparecida etnia que allí habitaba. A pesar de ser un área protegida, “no existe un plan de manejo que asegure que los recursos no estén comprometidos por la capacidad de carga que pueda recibir esta zona. Los científicos dicen que es una isla muy especial, importante por su alto grado de endemismo. Esto nos indica que se tiene que conservar, más que explotar de manera descomunal y desordenada. Los fines de semana, hay un descontrol turístico en la isla”, advierte Felipe y recuerda que esta tierra “de Veraguas no tiene nada”, pues pertenece a la comarca.
“Cualquier actividad que el humano haga impactará en el recurso, sea terrestre o marino, sin embargo los locales de Río Caña, por la creciente demanda de visitantes, apuestan a aprovechar la nueva era del turismo de manera sostenible y siempre perpetuando su cultura y definiendo un concepto de visita [de] conexión armoniosa y respeto a la naturaleza”, agrega.
Luego de un chapuzón en la famosa “cueva” nos adentramos en la zona de manglar, entre islotes fascinantes rodeados de jardines de coral y aguas prístinas.
Le dimos la vuelta a la isla y nos dirigimos hacia tierra firme. En unos 25 minutos, la boca del río Caña nos recibió con momentos de tensión, pues solo lancheros experimentados logran maniobrar a través del fuerte oleaje. Ya en la tranquilidad del río, llegamos a la comunidad Río Caña Abajo, donde el clima cambió de parecer y la tarde se volvió verano.
Fuimos recibidos al son de maracas, con una danza tradicional ngäbe, en la casa comunal, y luego una joven nos llevó a las cabañas que tienen habilitadas para visitantes. Eran rústicas pero acogedoras, de madera, sobre pilotes y con techo de pencas. Más abajo, el servicio de hueco, pero con taza, y al lado, un enorme tanque de agua para bañarse. La comunidad depende de la lluvia, pues el agua que los rodea es salobre.
A pesar de las rudimentarias instalaciones, todo estaba impecablemente limpio y en perfecto estado. “Aquí las mujeres son las que dirigen, son emprendedoras y mantienen a la comunidad unida, trabajando juntos por el bien común, inclinados hacia la conservación”, aseguró Felipe. “En parte también se debe a la presencia de la Fundación Sea Turtle Conservancy que lleva más de 20 años trabajando junto a la comunidad con el tema de la conservación de la tortuga marina”, agrega.
Salimos a recorrer el pintoresco pueblo, un grupo de niños jugaba fútbol entre risas mientras algunos adultos participaban de una intensa partida de voleibol. Pasamos a saludar a Fermina de Serrano, famosa por sus yanikekes o brëde, como se dice en ngäbere, un delicioso pan a base de leche de coco, “Me enseñó mi madre”, le contaba a Mario mientras un señor confeccionaba delantales.
Bajamos a la playa y de regreso nos topamos con Elvin Robinson, un señor alto, mestizo, su barba blanca resaltaba sobre su rostro calcinado por el sol. “¿A qué se dedica?”, pregunté. “Bueno, me dedico a la vida sostenible”, contestó con orgullo y mostrando una enorme sonrisa. Felipe cuenta que hace añales allí estuvo instalada una empresa que se dedicaba a la exportación de coco hacia el Caribe y Nueva York, lo que atrajo a un muchas personas a trabajar los cocoteros. Pero luego entró una plaga y tuvieron que retirarse, dejando atrás los apellidos.
Llegó la hora de la cena, nos acomodamos en una oscura fonda, apenas iluminada por un pequeño foco gracias a paneles solares. Mario Castrellón miró el plato, sin muchas expectativas, mientras las cocineras, nerviosas, esperaban con ansiedad el veredicto. Pescado, yuca a la pedrá y una extraña “ensalada” que le voló la mente a Mario, único chef panameño y centroamericano en la lista de los 50 mejores restaurantes de Latinoamérica. “Son hojas hervidas de dachin”, explicó la cocinera, Carmen Stonestreet. En ese momento, en la cabeza de Mario, los engranajes de creatividad empezaron a rodar.
El oscuro manto de la noche cubrió el pueblo, acompañado solo por el canto de ranas y las olas del mar rompiendo en la costa. A punta de linternas nos dirigimos a las cabañas, mientras el terror a las cucarachas perturbaba nuestras mentes, “muy tarde para traer un mosquitero”, pensé mientras se me escapa un risa de nerviosismo.
En la mañana, regresamos a la casa de Fermina. Al frente, al final de su muelle sobre el río, nos tenía una mesita montada para desayunar. Estando allí, vimos llegar en piraguas, desde comunidades río arriba, grupos de estudiantes. “Aquí la pandemia no frenó la educación, gracias al wifi de la escuela. Fue una larga lucha con la telefónica pero al final se logró”, afirma Felipe.
Fermina llegó sonriente con el desayuno: pescado, ñampí y por supuesto su famoso brëde. En el centro de la mesa colocó un platito de buchú, explicó que era un tipo de guineo hervido con sal, majado, envuelto en bijao y luego desenvuelto para cortar en rodajas. Su sabor intenso llamó fuertemente la atención de Mario, despertando nuevamente su creatividad.
Con el estómago lleno de alegría, nos dirigimos al comedor de la escuela, donde empezó oficialmente el intercambio gastronómico entre el chef Mario Castrellón y las mujeres de Río Cañas. En una larga mesa, desplegaron productos locales, entre ellos, plátano, variedades de guineo, ñame, yuca, palmito, zapallo, calalú, panes, dachin (las hojas y el tubérculo), fruta de pan, arroz, coco, ajíes, culantro, pescado, langosta y pulpo.
Rápidamente, las chicas se dividieron en grupos y empezaron a trabajar. Una rallaba el coco para sacar la leche, otras picaban guisos y pelaban verduras. Norsa Palacios y Cristina Miranda se encargaron de preparar las hojas de dachin y el puré de buchú. Las hojas de dachin fueron hervidas, majadas y luego sofritas con guisos en aceite de coco mientras se cocinaba la langosta. El buchú fue sancochado y majado con un chorrito de leche de coco. Mario tomó un poco del puré de buchú y lo estiró sobre una hoja de bijao, lo rellenó con el dachin y langosta picada creando un tipo de “tamal” que bautizó como Buchú Lobster. “Esto se lo pueden vender al poco de turistas [que viene] los fines de semana en Escudo y de esa forma atraerlos hacia la comunidad”, recomendó Mario.
Luego de hervir guineo primitivo y fruta de pan, Emelida Smith los majó y le dio forma a la masa usando una totuma. A esta masa se le llama Mrögnodo en ngäbere. Mario tomó un poco, lo rellenó con el sofrito de dachin, armó una empanadita y la puso a freír en aceite de coco. “Lo pueden rellenar de lo que sea, la idea es que se diviertan con sus propios productos”, comentó.
Las chicas seguían sacando platos y Mario tirando ideas, todos comiendo y probando en alegre armonía, vaciladera y buena vibra. Calalú al ajillo, calalú en leche de coco, palmito hervido en leche de coco, ceviche de palmito fresco, pulpo al carbón caramelizado y fruta de pan en tentación fueron solo algunos de los manjares que se prepararon.
Carmen Stonestreet finalizó con un rondón del tubérculo del dachin, fruta de pan, zapallo, plátano, ñame, yuca, pescado frito y un delicado baño de leche de coco, “El mejor rondón que he probado en mi vida”, afirmó Mario con una gran sonrisa.
“Ustedes ya tienen todo lo que necesitan realmente, ya veo técnica, ya veo cultura, ya veo ánimos, veo unión y eso es lo que se necesita para poder avanzar, solo les queda seguir y seguir. Lo más difícil es el sabor y en esta comunidad eso ya lo tienen. Hablen con orgullo de la comarca, vistan siempre sus enaguas, denles de comer [a los turistas] lo que ustedes consumen, no engañen a la otra persona y no se engañen a ustedes tampoco. No pueden perder la cultura ni su tradición, porque esa es la riqueza de ustedes”, les recomendó Mario a las chicas participantes.
El resto de la tarde la pasamos en la playa y, como broche de oro, Fermina nos sirvió la cena, nuevamente en su simpático muelle con vista al río: ñampí hervido, palmito en leche de coco, sierra y bastones de fruta de pan fritos en aceite de coco.
Al día siguiente, salimos de vuelta a Isla Colón, bajo la lluvia, pero felices.