De la frontera más dinámica de Venezuela, a un pueblo casi fantasma

De la frontera más dinámica de Venezuela, a un pueblo casi fantasma
Casas y comercios abandonados y cerrados en San Antonio, estado Táchira, Venezuela. Katiuska Hernández


Le llamaban la frontera más dinámica de América Latina, y aún permanece con ese calificativo en Wikipedia, se trata del pueblo de San Antonio, en el estado Táchira, al sur oeste de Venezuela, frontera con Colombia.

Los habitantes de esa región han vivido en carne propia la crisis política, económica y social venezolana y las consecuencias de las constantes desavenencias y rupturas binacionales de los últimos años.

Para llegar a San Antonio, desde Panamá se aterriza en Cúcuta, capital del departamento colombiano Norte de Santander, a media hora de la línea fronteriza. Si se viaja desde Panamá es la ruta más directa del exterior, la otra es a través de Caracas y luego un vuelo doméstico en Venezuela hasta el Aeropuerto Juan Vicente Gómez, en la misma localidad de San Antonio que acaba de ser abierto para dos vuelos a la semana lunes y viernes con la estatal Conviasa.

Desde el avión, se alcanzan a divisar las inmensas montañas de la cordillera andina y es difícil dilucidar cuál es exactamente la línea que divide a Colombia y Venezuela, a menos que se conozca en detalle la geografía y se logre identificar el río Táchira, algo disminuido por la época de sequía, pero con un cauce grande que espera con ansias las lluvias para derramarse de lado a lado sin pedir permiso a nadie.

Por sus múltiples trochas y pasos improvisados entre piedras resbaladizas y tablas pasaron miles de personas que huían de Venezuela, los llamados caminantes que entre 2017 y 2020 marcharon hacia Colombia, Ecuador, Perú y Chile, y los habitantes de la zona que buscaban hacerse con algo de comida y servicios del vecino país.

Hoy algunos no marchan hacia el sur, se dirigen hacia el norte, buscan escape por el Norte de Santander para subir a la frontera entre Colombia y Panamá.

Con los cuatro puentes internacionales abiertos que conectan el Norte de Santander y el Estado Táchira, esos caminos informales de trochas quedaron en el olvido o quizás esperando otra crisis para despejar los matorrales y volverse el paso de escape.

De la frontera más dinámica de Venezuela, a un pueblo casi fantasma
Aduana en San Antonio, estado Táchira, Venezuela. Katiuska Hernández

En los puentes ya no hay barricadas, ni las filas de migrantes que esperan permiso para pasar, salvo los viajeros de paso que legalmente deben sellar la salida o entrada a cada país para seguir su recorrido hacia otro destino.

El tránsito de autos de ambos países está abierto con los debidos permisos y seguros de vehículos que piden de lado a lado y las limitantes del número de placa para circular en la congestionada cuidad de Cúcuta.

50 mil pesos

El taxi desde el aeropuerto Camilo Daza de Cúcuta hasta San Antonio puede costar 50,000 pesos (10.91 dólares) y si el taxi viene a San Antonio para ir al aeropuerto de regreso puede llegar a 70 mil pesos (15.23 dólares). La gente prefiere el peso, muy pocos aceptan dólares y el bolívar solo existe en el nombre. De San Antonio al centro de Cúcuta puede costar entre 20 mil y 30 mil pesos la carrera de taxi.

4 mil pesos

El alquiler de una silla de rueda para pasar el puente cuesta 4 mil pesos colombianos, menos de un dólar.

10 mil pesos

La carrera de taxi en San Antonio para cualquiera de los barrios o lugares de ese poblado cuesta 10 mil pesos equivalente a 2.18 dólares.

2 mil pesos

Un café en vasito vendido por comerciantes ambulantes que andan por las calles en bicicleta o a pie vendiendo café o agua aromática (te de manzanilla) puede costar 2 mil pesos y 3 mil pesos un refresco o malta (0.65 centavos de dólar).



Los peatones se abren paso en la estrecha acera del puente internacional Simón Bolívar, ese que conecta a la Parada (población colombiana) con San Antonio (Venezuela). El paso está abierto hasta las 9:00 p.m. decisión que es objetada por los comerciantes quienes esperaban el tránsito sin límite de horario con la esperanza de exportar e importar más.

De lado venezolano ondean las banderas de los países que libertó Simón Bolívar, y allí también está izado el pabellón panameño con sus brillantes colores blanco, azul y rojo y sus dos estrellas. Quizás alguien la vio por un instante sin percatarse que esa misma bandera lo cobijaría al pasar y sobrevivir la peligrosa jungla del Darién.

Del otro lado del puente, la avenida Venezuela luce llena de taxistas y mototaxis que ofrecen llevar a las personas hasta San Cristóbal y otros poblados de esa región o cruzar el puente protegidos del inclemente sol. Otros tienen sillas de ruedas para alquilar a los ancianos o personas con dificultad de movilidad que deben pasar a Colombia a algún trámite o cita médica. También están los que se ofrecen para llevar el acarreo con carretillas por el puente.

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Las calles de San Antonio, estado Táchira, en Venezuela lucen abandonadas. La mayoría de los locales comerciales cerrados. Katiuska Hernández

Un poco más adentro del pueblo, los locales venezolanos que están abiertos son contados. Algunos de venta de comida, repuestos para celulares, quincallas con algunas prendas de vestir y calzado, mientras que los edificios que albergaron grandes oficinas internacionales de agencias de aduana, carga, transporte e importadoras de motos, aluminio, repuestos de autos, electrodomésticos, equipos de sonido, solo tienen los letreros de recuerdo y sus puertas están cerradas, llenas de óxido las cerraduras y el monte avanzando entre el asfalto.

“Lo único que se ha reactivado es el flujo del transporte de carga en la avenida Venezuela, del resto hay muchos comercios cerrados, esto parece un pueblo fantasma del Lejano Oeste”, relata Ramón Vivas, ex alcalde de la zona y quien administraba un comercio de dispositivos electrónicos.

Ahora vive de ofrecer algunos edificios como bienes raíces a quienes miran con lentes de larga distancia y aprovechan algunos precios para comprar locales comerciales mientras los dueños originales ansían recuperar algo del capital devaluado entre muros.

A medida que nos adentramos en el pueblo de San Antonio, el bullicio que había cerca de la aduana se disipa. Las calles internas del pueblo lucen vacías, el monte ha cubierto algunas aceras y el paisaje se torna algo fantasmal, como el título de la novela de Miguel Otero Silva: Casas muertas.

Miguel Otero Silva en Casas Muertas

Una casa muerta, entre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una época desaparecida”

Una obra literaria casi profética para cientos de pueblos que lucen abandonados en la Venezuela contemporánea donde contrasta más que nunca la desigualdad con la reluciente y maquillada capital, Caracas con bodegones con productos de lujo importados y restaurantes internacionales que se ven en las redes sociales, mientras que en el interior hay pueblos enteros sumergidos en el abandono, falta de servicios públicos como el agua y la luz, con hospitales sin insumos, mucha pobreza y una inmensa desesperanza que sigue obligando a los jóvenes a huir en masa.

Desde una banca de la plaza Bolívar de San Antonio, un anciano mira a lo lejos una casa casi en ruinas con un azul desteñido al lado de la OIM, la Organización Internacional para las Migraciones, antes casa cural. “El anciano que allí vivía era mi amigo, ya debió cumplir 100 años, aún vive, sus hijos se lo llevaron”.

La mirada de tristeza y añoranza del anciano de apellido Acuña, recuerda sus charlas vespertinas con Don Andelfo Contreras, el que trajo las bicicletas al pueblo y uno de los que ayudó a colocar la nomenclatura de las casas y nombres de las calles y barrios, y lideró las telecomunicaciones en esa zona.

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La iglesia de San Antonio de Padua ha sido testigo de cómo sus hijos se han ido para no regresar, y los pocos ancianos que quedan rezan para que vuelva la esperanza a Venezuela. Katiuska Hernández

Un hombre centenario que se resistía a dejar su pueblo, pero la edad y la memoria, le jugaron la mala pasada y migró involuntariamente dejando atrás sus recuerdos, como muchos otros ancianos y ancianas repatriados por sus hijos para salvarlos o para que den su último suspiro en una patria o ciudad prestada.

En las escuelas públicas del pueblo solo dan clases 2 y 3 veces a la semana. La razón no hay maestros y tampoco se les puede pagar el sueldo completo para que cumplan con la jornada reglamentaria. Solo algunos colegios privados, como el Narazet, se mantiene en pie con clases completas y bajo el amparo de los representantes de los estudiantes, monjas y maestros que se empeñan con su resiliencia a marchar contracorriente para subsistir y dar una educación de calidad en la zona.

De la frontera más dinámica de Venezuela, a un pueblo casi fantasma
Los comercios de electrodomésticos y repuestos importados, solo lucen sus antiguos letreros como recuerdo, pero están cerrados. Katiuska Hernández

Pero en el pueblo que un día fue la frontera más activa de Suramérica por su pujante comercio internacional con zonas aduaneras con trasbordo de mercancías que venían de todos los países, la esperanza se ha borrado de la mirada de los jóvenes. Antes era una meta estudiar comercio exterior y aduanas porque las cientos de agencias internacionales y de transporte les garantizaba el empleo.

Ahora los jóvenes se sientan a la sombra de la estatua de Simón Bolívar, en una plaza, con sus celulares, para mirar en Instagram o TikTok, la travesía de otros que cruzan el Darién con camino al norte y que falsamente se promociona como una ruta de aventura, cuando la realidad es que muchos encuentran la muerte y si no la desgracia de violaciones, robos, desamparo y traumas que los marcan de por vida.

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Plaza Bolívar, en San Antonio, estado Táchira, Venezuela. Un grupo de jóvenes se refugia bajo al sombra del libertador. Katiuska Hernández

Los más de 350 mil migrantes que han cruzado en lo que va de año en Darién, se indica en Panamá, que al menos 62.2% son venezolanos.

Pese a la tragedia que se reseña de Darién, en San Antonio, no se cree que la selva les puede arrancar la vida. “Darién deja vidas destruidas”, dice una psicóloga panameña, que en los últimos días ha tenido que tratar a varias familias, con niños, en la que las madres, han sido víctimas de violaciones.

Pero del otro lado del teléfono, desde San Antonio, un mensaje de WhatsApp de una amiga de la infancia dice “Le salió una oportunidad a mi hijo para migrar hacia Estados Unidos y se quiere ir por Darién”. De vuelta lo que queda es la misma respuesta insistente y que busca persuadirlos: ‘Darién no es un camino de salida, es una selva que te puede arrebatar a tu hijo’.

La desesperanza de un país lleno de crisis económica y social, los ahuyenta de su tierra, de sus casas. Les arrebata los sueños. Los que viven en la frontera solo saben de racionamiento continuo de agua y energía eléctrica, falta de insumos en los centros hospitalarios, poco acceso a la educación y donde lo único que les salva es una salida de escape por Colombia, unos para ir y volver aprovechando para comprar o vender algo de ese lado, y otros para no regresar y caminar al sur o al norte y perderse al ver borrar sus pasos hundidos en el lodo.

De la frontera más dinámica de Venezuela, a un pueblo casi fantasma
Los supermercados en San Antonio, aceptan pesos y dólares, el bolívar en efectivo escasea, algunos pagan con tarjetas de débito y crédito. Katiuska Hernández

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