Su entrenador, Florencio Aguilar, a su lado, no paraba de brincar. En una pata, en dos, perdido de la vida estaba. De alguna forma se conectó con los mismos sentimientos que tuvo cuando era él quién corría por Panamá. Es que ya se sabe: no hay nada tan importante para los deportistas como lograr meter su cuerpo en las olimpíadas, ese mundo mágico, feliz y televisado que encima volvía a Grecia, el lugar donde todo nació.
Atleta y entrenador parecían paralizados, contemplando cómo sus sueños tomaban forma.
Cuando Saladino llamó a su gente, en Colón, le recordaron las primeras carreras que corrió en su vida, en el balcón del multiviviendas donde creció, que medía como 50 metros y que, vaya paradoja, siempre perdía ante su hermano mayor. “Para escapar de la Guardia aprendiste a correr así”, le decían sus amigos.