Cuando empecé a trabajar por mi cuenta fue la primera vez que me puse unas perlas. Eran unas perlas falsas, pero combinaban perfectamente con una falda gris que había encontrado en mi clóset. Llevaba puestos tacones negros, pantyhose negros, falda lápiz gris, camisa negra y mis perlas. Parecía sacada de un catálogo de gente “professional”. Me sentía como una adulta por primera vez en mi vida.
Recuerdo que fui a mi primera reunión pensando que iba a cobrar 500 dólares por armarle una presentación a mi cliente. Justo antes de entrar a la reunión, mi mentor me sugirió que le cobrara mil. “¿¡Mil dólares!? No, mil es demasiado. No, mil no. 500”, le respondí. Recuerdo haber sentido susto y vergüenza de ese número. Nunca había cobrado por nada en mi vida. Nunca había armado una presentación en mi vida. Nunca había hecho nada en mi vida.
Minutos más tarde entré a la reunión, llegó el momento cuando mi cliente me preguntó: “¿Y cuánto me vas a cobrar?”. No sé de dónde saqué el coraje pero rápidamente contesté: “2 mil”. Aquel cliente sonrío y me dijo amablemente que 2 mil era demasiado. “Te doy mil”. Si la vida fuera musicalizada hubiera sonado un “¡ka-ching!” en ese momento.
Días después de haber cerrado el trato, estaba despierta hasta las 3:00 de la mañana armando la bendita presentación; lamentándome por haber tenido el descaro, por haber tenido el atrevimiento, por haber tenido el tupé de haber cobrado mil dólares. Yo trataba de trabajar, pero solo podía pensar en mil excusas de por qué tenía que cancelar el contrato. Quería excusarme por cada uno de esos dólares que osé en pensar que merecía en algún momento. Perdí más tiempo inmersa en mis debates mentales de lo que pasé trabajando, cuando caí en la cuenta de que tanto lamento conspiraba más en contra de mi trabajo que cualquier otro factor en ese momento.
El síndrome del impostor es un tipo de ansiedad común en los emprendedores, que nos hace sentir como fraudes en momentos clave de nuestra carrera. Un estudio realizado en los años 60 incluso señaló que el síndrome del impostor está más presente en las mujeres emprendedoras. El síndrome del impostor se expresa frecuentemente en situaciones como justo antes de entregar un trabajo importante, justo después de recibir un reconocimiento. Nos hace sentir como si lo que estamos a punto de recibir está fuera de nuestra liga y que el trabajo que hemos hecho no es lo suficiente para merecerlo. Nos hace sentir como si estamos engañando a nuestros clientes porque en realidad no nos sentimos lo suficientemente preparados para el reto que tenemos por delante.
Muchas personas se preguntan cómo pudieran manejar mejor su tiempo para ser más productivos y más efectivos. Y aunque hay decenas de consejos del mejor manejo de nuestro tiempo, quiero compartir uno: mata las voces malignas. Calla los pensamientos del síndrome del impostor antes de que crezcan.
Si nuestro cerebro es una computadora, las voces malignas son la falla técnica. No creo que sea posible emprender sin las voces. Creo que hay que aprender a emprender a pesar de ellas. Solo imagina todo el tiempo que pudieras aprovechar siendo productivo, si no lo gastaras pensando en tus inseguridades. Cuando te atormentes a ti mismo con pensamientos exagerados acerca de cómo no estás capacitado a la altura de tus retos, detén el tren mental y concéntrate en el trabajo. La mejor manera de combatir la irracionalidad del síndrome del impostor es con la realidad del trabajo realizado.
Jamás es mi intención escribir para hacer que el emprendimiento parezca fácil. No lo es. No es fácil económicamente, pero tampoco es fácil psicológica ni emocionalmente. Emprender es un camino lleno de obstáculos. Y ya que es un camino lleno de obstáculos, hay que asegurarnos de que el mayor de esos obstáculos no seamos nosotros mismos.
La autora es promotora de emprendimiento