Sobrevivir la hora de almuerzo en una oficina pública

Sobrevivir la hora de almuerzo en una oficina pública


A las 12:00 p.m. comenzaron a vaciarse varios de los cubículos destinados para que los contribuyentes pagaran. Era el día límite para el pago de impuestos en las oficinas de la Dirección General de Ingresos (DGI), en avenida Balboa, por lo que la mayoría quería resolver su situación de la forma más expedita, pero llegó la hora sagrada, la de comer. Y con ella, una espera de más de dos horas.

La semana anterior al cierre fiscal, el sistema de la DGI se había caído. Los seguridad alertaban sobre el percance relajadamente. Los rostros de la fila de afuera, que esperaban a que el sistema volviera a funcionar, eran todo lo contrario.

El ambiente en el último día, sin embargo, no era tan lúgubre. El contratiempo informático daba espacio a pensar a que quienes no pudieron resolver cuando se cayó el sistema, lo harían ahora, pero seguramente resolvieron antes de que fuera el último día para realizarlo, ya que no había tantas personas.

O quizás lograron realizar su trámite en la plataforma tecnológica de la institución, que permite varias opciones, siempre y cuando uno esté registrado, lo que a veces tampoco es tan fácil. Y lo hace más complicado el hecho de que para resolver una duda sobre el sistema por el teléfono a veces toca llamar a la sucursal de David, Chiriquí, pues ninguna de las otras atiende.

De nuevo en la oficina de la DGI, el ritmo de atención era envidiable. En menos de 15 minutos ya habían atendido a unas ocho personas, algo realmente bueno en estadísticas burocráticas. Y de repente, más de la mitad de los funcionarios se levantaron de sus asientos, recogieron un par de cosas y se fueron. Eran las 12:00 en punto.

El área de máquinas quedó casi vacía, pero aún con movimiento. Un hombre con zapatos rojos, correa roja y corbata roja lucía impaciente; Carlos Martans, vicepresidente de la Federación Panameña de Fútbol, se hartó en la fila para que le otorgaran número de atención y se fue. Poco a poco comenzaron a llegar más personas con camisas gubernamentales: su hora del almuerzo les servía para hacer trámites personales durante las horas de almuerzo en otras oficinas.

Los funcionarios regresaban a cuentagotas y, después de unos -varios- minutos de comentar con sus compañeros, volvían a atender. La mayoría, amable. Casi todos recibían a los contribuyentes con buen rostro, como el de alguien que acaba de llegar de almorzar. Aunque un hombre de camisa blanca de repente aparecía con un cartapacio de algún amigo suyo que le había pedido el favor. Mientras comentaba el trámite que debían hacerle a su amigo, aprovechaba para manifestarles comentarios inapropiados a las mujeres, como el de intentar emparejar a una de ellas con uno de los contribuyentes. “Ten cuidado, que ella tiene un lazo allí en esa gaveta”, dijo mientras su compañera se sonrojaba y trataba de ignorarlo.

La atención en el cubículo era bastante expedita, apenas si duraba 10 minutos, nada después de las dos horas de espera. Eso sin contar la hora que uno gasta dando vueltas para estacionarse alrededor de los escombros de lo que algún día fue la embajada de Estados Unidos.

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