Como la pandemia de la Covid-19 mantiene cerrados restaurantes en todo el mundo, es fácil olvidar que, para miles de millones de personas, “salir a comer” significa exactamente eso: bocadillos, comidas y bebidas preparadas por vendedores ambulantes en puestos y carritos callejeros. En los países en desarrollo, la comida callejera constituye una fuente importante de ingesta calórica diaria –en algunos lugares hasta 50% de lo que se consume a diario– y no se sustituye fácilmente.
No son solo la única forma en que la mayoría de las personas cena fuera de casa, sino que a menudo son la forma más económica de comprar comida.
La Covid-19 amenaza la supervivencia de esta forma de vida. Incluso antes de la pandemia, algunas de las culturas de comidas callejeras más queridas del mundo, como la de Tailandia, estaban comenzando a perderse debido a que la creciente riqueza las hacía molestas e inviables. La pandemia acelerará esos cambios. Los costos de cumplir con las regulaciones de salud pública serán insostenibles para muchos vendedores. Los que sobrevivan se trasladarán cada vez más a comedores sanitarios que atienden a comensales de clase media. La industria de comida callejera del mundo se transformará en algo mucho más profesional y menos accesible para las personas que más lo necesitan.
La comida callejera está ligada al crecimiento de las ciudades. Las personas que migran del campo, con lugares más amplios, a la vida urbana, con más limitaciones de espacio, tienen menos tiempo para cocinar, y los emprendedores más inteligentes encuentran formas de ofrecerles comida, idealmente trabajando con ingredientes y variaciones en platos conocidos en su tierra natal.
Por ejemplo, a lo largo de varias generaciones, los agricultores en Malasia peninsular han comido al desayuno arroz cocido en leche de coco y servido con anchoas y salsa de chile. Cuando las ciudades de Malasia se expandieron a fines del siglo XIX, los inmigrantes rurales llevaron el plato consigo. Algunos lo preparaban en casa y otros aprovechaban sus conexiones en el campo, o en los nuevos mercados urbanos húmedos, para comprar suficientes ingredientes para prepararlos en cantidades comerciales. En la década de 1930, los periódicos recomendaban los mejores lugares de Kuala Lumpur para encontrar lo que se hizo conocido como Nasi Lemak.
En 1991, en Malasia llegó a haber hasta 100,000 vendedores ambulantes de comida con ventas colectivas anuales que superaban los $2,000 millones. En estos días, los carritos ambulantes de nasi lemak llegan a los lugares de trabajo mucho antes que los trabajadores.
La historia del nasi lemak es la historia de la comida callejera y el desarrollo urbano en todas partes. En Indonesia, que se urbanizó rápidamente, el porcentaje de los presupuestos para alimentos dedicados a salir a cenar aumentó de 29.6% en 2016 a 34% en 2018, y gran parte de ese crecimiento provino de las calles, donde una diversa variedad de cocinas ofrece comida a todas las personas, desde las clases trabajadoras hasta turistas gastronómicos y oficinistas.
En todo el mundo, la consecuencia es una escena de comida callejera cada vez más estratificada. Aquellos vendedores que son capaces de mejorar sus productos y precios se han desplazado a patios de comida desinfectados que compiten directamente con los restaurantes, y rara vez sirven a las clases trabajadoras para las que originalmente se creó la comida callejera.