En 1965, Julie Andrews protagonizó la producción cinematográfica de La Novicia Rebelde y conquistó los corazones de todo el mundo a través de su interpretación musical. Veintiocho años más tarde, aquella historia sería el tema de la obra de fin en mi preescolar y fue mi sueño de “kindergardiana” interpretar el papel de Fraulein María y conquistar los corazones de todos en mi escuelita.
Mis papás, en son de apoyo de mi misión teatral, me compraron la película en VHS. Veía la película todos los días y me aprendía con toda la ilusión todas las canciones. Pronto, esa ilusión se esfumó cuando me enteré de que ni siquiera habría audiciones para la obra de fin de año. Nos colocaron a todos los “kindergardianos” en orden de tamaño y así asignaron los roles. A los cinco años yo tenía una mediana estatura y así mismo me tocó un mediano papel. Me asignaron el pinche rol de una de las niñas de la familia Von Trapp, cuyo nombre ni sabía ni mucho menos ahora recuerdo.
Estuve devastada. En realidad no recuerdo, pero imagino que mis papás me habrán dicho que no me preocupara, que en la casa podía cantar todo lo que yo quisiera. Pero, no. Yo, en protesta dramática me propuse cantar todas las canciones de la pequeña obra. Todas. En todo momento. Lo más alto que podía. Ni siquiera cantaba bien, pero yo desahogaría mi tristeza como alto volumen musical. Imagina la situación de un montón de niños practicando la obra de La Novicia Rebelde, algunos medio dormidos, algunos sacándose los moquitos y yo ahí cantando lo más alto que podía desde una esquina cualquiera. Me debo haber visto tan triste.
La vida pre revolución digital estaba llena de gatekeepers. Los gatekeepers eran porteros: portadores de permisos. Antes, necesitabas una casa editorial que publicara tu libro o una compañía disquera que lanzara tu álbum musical. La revolución digital trajo consigo un gran mazo para derribar no solo a los porteros, sino también las puertas. Hoy en día, puedes escribir tu propio blog, subir tu música a Spotify, subir tus juegos o aplicaciones al Google Playstore, tomarte tus propias fotos y subirlas a tu propio Instagram y llamarte modelo si te da la gana. Vivimos en un mundo donde el ser se consigue con el hacer, no con esperar en silencio a que llamen tu nombre.
Sin embargo, ¿será que todavía nos hace falta creérnoslo? Será que todavía, ¿nos hace falta escogernos a nosotros mismos? Seth Godin explica que escogerse a uno mismo no se limita solamente a emprender. Escogerse a uno mismo significa ser proactivo y tomar iniciativa. Escogerse a uno mismo puede ser postularse para un puesto que otros creen que está fuera de tu alcance, empezar una liga interna de fútbol o incluso cantar suficientemente alto en kínder para que tus maestras cayeran en cuenta de su error al asignar los papeles de la obra.
En retrospectiva, no creo que ni siquiera haya sido mi intención (porque tenía cinco años), pero las maestras, ante tanta cantadera, me preguntaron que qué pasaba. Que si lo que yo quería era ser Fraulein María. Esa era mi oportunidad y yo dije que sí. “¡Canté tan alto que me descubrieron!”, debo haber pensado.
A mi amiguita, quien originalmente tenía el papel de María, ni le importaba e hicieron el cambio. Quedé yo con mi mediana estatura, interpretando a una adulta más bajita que algunos niños de la familia Von Trapp.
Feliz le debí haber dicho a mi mamá que me tenía que mandar a hacer un nuevo vestido, porque tenía un nuevo rol. Esa fue la primera vez que estuve en un escenario y la última vez que canté en mi vida.
Escogerse a uno mismo no es fácil. Para hacerlo, nos toca superar dudas personales y también sociales. “¿Quién se jura este ahora para estar haciendo X?”, puede ser una frase tanto en nuestra cabeza como en la boca de los demás. Superar el reto de escogerse a uno mismo se reduce a saber que si tienes algo (una historia/un producto/un servicio) que le aporte a alguien más. Ese es todo el permiso que necesitas para levantar la mano y decir: Yo.