La Unión Europea está en crisis. El Reino Unido decidió hace un par de años separarse de la Unión, proceso difícil que aún continúa. Hoy día, Italia desafía abiertamente el poder de Bruselas en materia presupuestaria.
La Unión Europea y la zona euro son conceptos diferentes, pero paralelos. Una nación perteneciente a la Unión puede haber optado por no adoptar el euro. La Unión Europea presupone, eso sí, la membresía en un mercado común paneuropeo sin fronteras internas. La viabilidad a largo plazo de estos dos procesos de integración, comercial y monetaria, está por verse. Por lo pronto, fuera de los círculos de la élite burocrática del continente, los enemigos del proyecto europeo están alcanzando posiciones de poder.
El Reino Unido, fundamentalmente insular, quizá, nunca debió ser parte de la Unión Europea en primer lugar. Para muchos británicos, “Europa” comienza en Calais. El resultado de la separación tendrá mucho que ver con temas crudamente económicos, y las grandes cuestiones zanjadas al final del día serán el rol de Londres como capital financiera indiscutible de aquella orilla del Atlántico y la disposición de Westminster de estrechar relaciones económicas con su prole de la anglosfera.
Italia, miembro pleno tanto de la Unión como de la Zona, en cambio, ha abierto la herida de las contradicciones y dificultades estructurales de una Europa con una política económica común.
A diferencia de Estados Unidos, la economía europea no es una realidad orgánicamente integrada. La política monetaria y fiscal dictada por las autoridades de Frankfurt y Bruselas tienen efectos diferentes en distintas naciones de la zona y el entramado europeo carece de los mecanismos naturales y de diseño para responder coherentemente a los efectos asimétricos que generan estas políticas sobre sus Estados miembros.
En el caso italiano, la coalición conservadora en el poder argumenta por una política económica expansiva para reactivar su economía. Las autoridades europeas, con disciplina alemana, apuntan al papel para demandar de Roma una política económica más frugal.
El choque es inevitable. De estas colisiones, de las cuales se vislumbran otras en el horizonte, depende el futuro de una de las regiones más ricas del orbe y de la segunda moneda de reserva global. Si algo queda claro es que en la Europa actual no hay un Alexander Hamilton y que el viejo continente no es las trece colonias, por lo que es razonable albergar dudas sobre si los temas de fondo se resolverán de la mejor manera.
El autor es financista