Vandalizando una nación



La fuga en el fregador de la cocina llena la vasija con agua todas las noches. Cambiar el recipiente es la alarma diaria de algo que se tiene que hacer pero por pereza o por costumbre se pospone hasta justificarse como algo aceptable, incluso hasta normal. Tan normal como criminales vandalizando un carro abandonado por el doctor Phillip Zambardo en medio de un peligroso barrio de Nueva York en 1969.

El desvalijar un carro abandonado era predecible en medio de alta criminalidad, pero ¿qué pasaría si el carro era abandonado en el afluente barrio de Palo Alto, California? Por días nada ocurrió, pero apenas una ventana fue vulnerada intencionalmente, pues en cuestión de días el carro también fue dejado en el chasis.

La profunda división que aqueja a Panamá hoy va mucho más allá de encontrones ideológicos o luchas clasistas.

En medio de una desigualdad sin par en la región hemos permitido la creación de espacios ideales para que discursos de pobres contra ricos encuentren tracción y hasta resonancia en el lugar más inesperado: la Asamblea Nacional de Diputados.

El ejercicio en comportamiento humano del doctor Zambardo sirve para aterrizarnos en la cruda realidad que nos cuesta enfrentar: cuando algo es descuidado puede ser víctima de las formas más abominables de vandalismo sin importar el rango de quién lo ejecute, su estatus político o su posición económica. Lamentablemente, episodios de negligencia acumulada en treinta años de vida democrática han originado deudas muy complicadas de saldar.

En gran medida hemos crecido económicamente proyectando la falsa seguridad de estabilidad mientras aceptamos como normal que niñas abandonen la vida escolar ante la vergüenza de no contar con agua que les permita vivir los días de su período menstrual con dignidad.

La nación está sumergida en el descuido que imposibilita creer en la voluntad de salvar el programa de Invalidez, Vejez y Muerte de la Caja de Seguro Social quizás porque es más importante discutir si los padres de la patria merecen tener un carro asignado para su cotidianas actividades.

La bofetada de cambios inconsultos a la ley electoral derramó el vaso de la paciencia provocando protestas que albergan la esperanza de una conducción diferente del país considerando que no habrá despertar económico sostenible acompañado de auténtico progreso social si no somos capaces de percatarnos del daño que le estamos haciendo a las ya débiles instituciones que ejecutan las políticas públicas en nuestro país.

Normal hoy son los negocios clandestinos de vacunación contra la Covid-19. Aceptables son los oscuros escándalos en los albergues que debieron cuidar la inocencia de niños. Entendibles son los jueces, empresarios y banqueros que les cuesta tomar acciones para salir de listas grises.

Justificables son los diputados que explican el ultraje de las arcas del Estado a través de tecnicismos legales que distan mucho del interés común.

Estamos en ese lugar oscuro que no distingue razas, credos, ni clases sociales porque hemos aceptado el ultraje de una nación descuidada como algo normal. El castillo de naipes se desplomó. El tiempo se agotó.

El autor es economista

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