Corazón guerrero

Son casi las nueve de la mañana en la avenida Balboa y el sol está bravísimo. Zapata viste guayabera blanca y de su cintura cuelga un radiotransmisor. Sus compañeros de trabajo se burlan mientras él responde las preguntas y posa para las fotos. En medio del calor y del trabajo tira unos golpes al aire y su mirada retoma la ferocidad que lo hizo famoso, la que mostró a lo largo del mundo en 59 combates de los que ganó 49, 17 de ellos por nocáut.

El niño loco

Pobre hasta los huesos, Zapata creció en El Chorrillo. Vivía en la casa de su abuela, a quién decidió llamar mamá. Eran días duros, la economía apretaba y por eso los Zapata, entre tíos y primos, vivían siete en una misma habitación. En ese entonces -algo difícil de creer- el niño Zapata le tenía miedo a todo el mundo. "En el colegio todos me pegaban, me sacaban el dinero. Yo sentía terror. Hasta que un día mi padre me vio corriendo" relata. Siguiendo la ley del ghetto, el Zapata mayor lo mandó a defender el honor familiar. Tenía ocho años. "Vaya y pelee. Y más vale que gane porque sino cuando vuelva el que le va a pegar soy yo". Así que no tuvo otra alternativa y empujado más por el miedo que por la valentía, fue al frente. Y no sólo se dio cuenta de que podía ganarle a los que lo martirizaban sino que, además, la sensación le gustó. Mucho. Tanto que comenzó a cobrarle a sus compañeritos por pelear en lugar de ellos. "Venían y me decían: 'quiero que le pegues a tal chico'. Yo les cobraba un 'cuara'. Y si el chico era más grande que yo, les cobraba un peso. Pero en esos días, un 'cuara' era un 'cuara', era como decir dos dólares ahora".

La fiebre del box se apoderó de Panamá y en los barrios bajos todos veían en los golpes un trampolín hacia la fama. Eso, en pequeña escala, Zapata ya lo sabía. Así que comenzó a frecuentar los gimnasios. Se fue a probar al Orlando Winter de San Miguelito donde se había mudado con su abuela, pero le dijeron que se olvidara de la idea, que no tenía el talento que se necesitaba. "Me pusieron los guantes y subí a pelear contra un muchacho que ya entrenaba. Yo bajé la cabeza y empecé a tirar 'matapuercos', la verdad fui un desastre" dice a pura risa. Pero no se dejó convencer. ¿Cómo le iban a decir que no servía para pelear si él se fajaba hasta con muchachos más grandes y siempre le iba bien?

Entonces fue al Marañón, al gimnasio del que salieron los grandes campeones, y ahí, al menos, lo dejaron entrenar.

El joven inteligente

"Yo nunca pensé en el dinero. Siempre fue la gloria lo que me llevó adelante. Yo no pensaba en otra cosa que en el boxeo, en ganar el título. Todos los días, cuando me levantaba, me miraba al espejo e inmediatamente tiraba unos golpes. Yo nací para pelear. Lo mismo cuando caminaba por la calle, iba en guardia, evitando golpes imaginarios. Además, sabía que si hacía las cosas bien, el dinero iba a llover, como al final llovió".

Hilario Zapata, luego de los 'matapuercos' de su primer intento en el boxeo, supo construir una campaña amateur impresionante: cuando dio el salto al profesionalismo, ya había peleado 147 veces con sólo tres derrotas. En una de sus primeras peleas como amateur, contra Héctor Carrasquilla, fue captado por el promotor Luis Spada, quien se convirtió en su mánager. "Desde el principio yo le pedí que ya que me iba a buscar rivales, me buscara de los buenos. No me interesaba ganarle a peores peleadores que yo, quería medirme y saber hasta dónde podía llegar. Piensa una cosa: mi sexta pelea profesional fue internacional y la número 11 ya fue por el título. Mi abuela no quería que peleara pero al final aceptó. Sólo me exigió disciplina. Y yo le hice caso". Cuando peleó por el título del Consejo Mundial de Boxeo, el 24 de marzo de 1980, eran pocos los panameños que se la jugaban por Zapata. Y seamos sinceros, tenían razón en no creer. Debía enfrentar al poderoso campeón Shigeo Nakajima y, además, debía hacerlo de visitante y en el frío de Tokio. Todos hacían este análisis: para salir campeón en Japón había que noquear. Y Zapata, se sabía, no era un pegador. Además estaba fresco el antecedente de la pelea que le habían robado al "Ñato" Marcel, que en el Lejano Oriente tuvo a su rival por el suelo toda la pelea y al final sólo le dieron un empate. Y como si esto fuera poco, Zapata se enfermó. "Hacía tanto frío que para entrenar me ponían tres estufas alrededor. Recuerdo que salía a correr mientras nevaba, era terrible, el agua se me congelaba en la frente. Pero era la noche de mi vida y no la iba a dejar pasar. Esas peleas, con todo en contra, eran las que más me gustaban". Y al final, contra todos los pronósticos, Zapata ganó por decisión y le arrebató la corona al japonés. "Que alegría que tenía con el cinturón de campeón. Eso fue hermoso".

El reinado.

Aunque todos los panameños lo apoyaban, a muchos no le gustaba el boxeo de Zapata. Decían que era boxeo de laboratorio, aburrido, sin explosión. Sin embargo, Zapata supo desarrollar un estilo exquisito. "Muchos podían tener la mano pesada, pero por más que pegaran duro, tenían que encontrarme. En el ring hay que ser un zorro, hay que usar la cabeza, ser muy inteligente. Eso, por lo general, importa más que la pegada" explica el campeón. No por nada, dice él, hasta aprendió a usar las rodillas. "Eso lo aprendí de un coreano, de cerrar la rodilla para incomodar al rival. Por ejemplo, a mí, con eso sólo, el coreano me volvió loco. Entonces lo copié". Dice que hay que estudiar al rival y que hay que improvisar. "Cuando empezaba una pelea yo me cerraba y dejaba que me pegaran. Entonces, según cuanto me dolían sus golpes en mis brazos, sabía la verdadera potencia de mi contrincante y hasta dónde podía arriesgar. Es más, me acuerdo de un colombiano que cómo pegaba, ese sí que daba miedo. Y no se cansaba... Alberto Castro se llamaba. A ese, cuando estábamos agarrados, hasta le hacía cosquillas para que parara. Hay que ser vivo, eso tienen que aprender los boxeadores jóvenes".

Hay una famosa frase en el mundo del boxeo que refleja la soledad del combatiente: cuando el boxeador sube al ring, hasta el banquito le sacan. "Por eso, yo nunca pensaba en los gritos de la gente ni en nada, yo me concentraba en la pelea. Porque al fin y al cabo, el que tenía problemas conmigo era el que estaba enfrente mío, con los guantes puestos. Y también escuchaba mucho a mi entrenador porque aunque uno pelee solo, el boxeo es un trabajo de equipo. Y nadie ve mejor la pelea que el entrenador".

Luego de ganar el título, Zapata cometió una locura: le dio la revancha al japonés y en Japón. Y sin embargo, le volvió a ganar. Entonces, ya a nadie le quedaron dudas del talento y la proyección de ese joven campeón.

Mientras Zapata recuerda, suena su radio. Le piden que lleve cosas de aquí para allá, y entonces no le queda más remedio que apurar la charla.

Lo salvaje

"Una vez, en Venezuela, me tocó pelear con Becerra. Habló tanto que yo ya quería pelear en el pesaje. Le dije: 'Te voy a hacer un mapa en la cara'. Y se lo hice: siete cortes diferentes en el rostro le dejé. Me acuerdo que me miraba y bajaba la cabeza. 'Saquémosnos una foto para el periódico' le dije. Yo no tenía ni una marca. Pero el boxeo es así, a veces se gana y otras, bueno, no terminas tan bien". Y entonces, recuerda esa maldita novena defensa en la que perdió su título. "Esa la perdí de entrada, desde que el mexicano llegó a Panamá. Me acuerdo que me dijo, 'tú eres una gallina, no peleas, corres'. Y yo era el campeón". Esa vez, a Zapata nada le importaron los consejos de su entrenador que le pedía calma, 'hagamos nuestro trabajo, si no somos pegadores, hagamos nuestra pelea' le decía. Pero Zapata estaba como loco, herido en su orgullo. "Yo lo quería matar. Y la verdad que le di. Se llamaba Amado Usúa. Pero en el segundo me agarró con un gancho y qué va. Me acuerdo que no me podía levantar y miraba a la gente, al público, y parecía que se movían a toda velocidad. Las luces del estadio daban vueltas... Dicen que se ven estrellas, es peor que eso. Me levanté tarde, justo cuando el juez contó los diez".

A los pocos meses recuperó el título, otra vez en Japón, y ese cinturón lo defendió en tres ocasiones. En 1985 subió de categoría y logró el cetro de los moscas. Sin embargo, aunque nadie lo esperaba, luego vendría su mayor derrota, la que terminó con su fortuna, lo dejó en calle y la que él llama el flagelo de la droga, "aunque también hubo una mujer que me sacó bastante".

El lado oscuro de la fuerza

"Yo comencé a consumir drogas en el 83, en plena actividad. Y de a poco me fue llevando cuesta abajo. Se corrompió la disciplina que siempre tuve y terminé durmiendo en la calle, donde podía, donde terminaba. Fueron tiempos muy difíciles. Por suerte nunca nadie me vio juntando latas" explica el campeón, ahora renovado en una nueva fe. No la del ring, sino la del altar.

"En un momento me di cuenta de que era el boxeo o las drogas y elegí el peor camino. El problema cuando uno es campeón es que se cree el rey del mundo, yo pensaba que era Dios. A uno se lo dicen tanto que se lo termina creyendo. Y los manzanillos jamás te dicen que está mal lo que haces, todo es una fiesta y todo sigue y cuando te das cuenta ya es tarde. Y yo, la verdad, ayudaba a todo el mundo. Siempre fui maniflojo, me gusta ayudar a la gente". Dice que en sus peores momentos, cuando no tenía a quién acudir, cuando mendigaba por 25 centésimos, se dio cuenta de que él era un triunfador y que nada podía vencerlo. "Pensé: si yo me enfrenté con los hombres más peligrosos de mi generación, ahora también tengo que poder. Y salí, gracias a la ayuda de Dios, sobre todo".

Ahora vive en Arraiján, es evangelista y son pocas las fotos que le quedan de sus días de gloria.

Sobre todo está agradecido con Ernesto Fernández, que lo apoyó para tener un trabajo en el Banco Hipotecario.

Son las cosas del destino. Nunca se sabe dónde nos llevará la próxima curva. Ni siquiera los campeones pueden adivinarlo, los todo poderosos del ring. Vaya si Hilario Zapata lo sabe.


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